(ROLANDO CORDERA CAMPOS. EL FINANCIERO)
Más allá de las ocurrencias y especulaciones, invitaciones o despedidas, lo que hoy debería ser entendido y asumido como un ejercicio intelectual productivo para la política, sería tratar de entender las motivaciones o las razones, los “trabajos y los días”, de los contendientes que sin haberlo sido, en nuestro formato transformado sí lo fueron; también dejar de asumirse como adivino que pueda hoy afirmar que los vencedores de las encuestas recientes vayan a ser los protagonistas de la trama o drama final, según se vayan perfilando las ahora punteras de la carrera presidencial.
La levedad del intercambio público, su volatilidad que parece implacable, permite que hoy todo mundo opine y comente, se corrija y confirme como especialista y conocedor de temas presentes y arcanos. Que el Presidente se haya abocado, con esmero digno de mejor causa, a tejer una red de patrañas y autoengaños que ahora, dizque concluido la primera fase del gran torneo, muchos no encuentran mayor alivio que imaginar ad infinitum los motivos y las visiones a medio elaborar con que un aprendiz de brujo buscó “adornar” una competencia sin competencia. Un verdadero galimatías, sometido y sostenido por la dictadura cruel de las encuestas.
A ver si hay alguien que hoy reclame la paternidad de tan interminable cuanto ridícula odisea.
En tiempos tan singulares como son los nuestros imaginemos, como si se tratara de ejercicios de escritura automática de los surrealistas, lo mejor que se nos venga en mente para arriesgar algunos trazos coherentes del mapa y los senderos por los que podría transitar la sucesión. Por ejemplo, que los aspirantes se las arreglan para ofrecernos un itinerario consistente de la no tan larga marcha en pos del poder a que se han entregado los supuestos y posibles sucesores. O, mejor, que sus respectivos equipos presenten ante el respetable un mapa coherente de iniciativas para dar a la economía un cariz de construcción racional con aspiraciones de mediano y largo plazos, como solía ocurrir en los tiempos del mal llamado partido hegemónico. O quizá, que los grumetes o marineros de la nave escoriada, que todavía reconocemos como México, se echen al mar y desde ahí traten de describir las imágenes de un mundo en transformación, pero asimismo sometido a duros y desconocidos embates. Después de todo, esta nación no ha conseguido transformarse en el país de nunca jamás al que con sarcasmo solía dirigirse el querido amigo y colega Armando Labra.
Nada de lo apuntado puede, de entrada, desdeñarse o despreciarse por utópico. A diferencia de la magna ilusión que empieza a ser considerada historia patria: el relato de un país que merced a la virtuosa conducción de sus ocasionados dirigentes, ha dejado atrás, al grado de ya no reconocerlos, aquellos escenarios que describían una república en graves problemas y sin salidas transitables a la vista. Un territorio desigual y fragmentado, oprimido por la pobreza masiva en el campo y la ciudad y un desempeño económico socialmente insatisfactorio y ahora hostil para la vida común.
La verdad es que mientras entre nosotros siga imperando la negación de la realidad como boleto de entrada a este extraño Gran Teatro del Mundo, no hay, ni puede haber, posibilidad alguna de crítica ni examen. Se apodera de la escena un agresivo regodeo sustentado en una dudosa originalidad de la que nos sentimos poseedores natos. Mexicanos felices, convencidos de que el único lema a nuestro alcance es aquel que reza en la entrada de la Basílica de Guadalupe: “no hizo igual con ninguna otra nación”. Y frente a tal mandato, no queda más que agradecer y honrar el designio hasta el fin de los tiempos.
Esperemos solo que a la molesta realidad con sus enrevesados subsuelos no se le ocurra asestarnos un baño de realismo.