Mujeres, pobreza y autonomía económica en México

(AMNERIS CHAPARRO MARTÍNEZ. LETRAS LIBRES)

Durante el siglo XX se llevaron a cabo enormes transformaciones para las mujeres en las sociedades industrializadas occidentales. La conquista de derechos políticos, la entrada en los espacios de creación de conocimiento y una marcada presencia en el sector económico contribuyeron, por un lado, a la gradual modificación del imaginario social con respecto al trabajo femenino y, por otro, a la agudización de formas de violencia y discriminación que, de manera abrumadora, afectan más a las mujeres que a otros grupos sociales.

En el caso de México, antes de los años setenta, las políticas estatales dirigidas a mujeres tenían un tono más bien paternalista en tanto que les otorgaban derechos en su calidad de esposas o hijas. Pensadas únicamente como parte de la unidad familiar, esas políticas solían centrar sus esfuerzos en programas de puericultura, cocina, corte y confección o clubes de madres que abonaban al mantenimiento de roles domésticos tradicionales. Asimismo, las madres que contaban con un empleo formal solo podían disponer de guarderías para sus hijos e hijas si en sus centros de trabajo laboraban más de cincuenta mujeres (Tepichin, 2010).

La segunda ola feminista y los movimientos populares de mujeres propiciaron una mirada distinta con respecto al lugar de las mujeres en la política y la economía. La modificación en 1974 del artículo 4º constitucional, que pasó a contemplar la igualdad ante la ley entre hombres y mujeres, además de la celebración, un año más tarde, del Año Internacional de la Mujer, dieron pie a la inclusión de estas como agentes económicos para el desarrollo.

Además, es importante señalar que, desde una perspectiva teórica-política, los trabajos de diversas autoras crearon las bases para la crítica con respecto al trabajo diferenciado que hacen hombres y mujeres. El reconocimiento del papel de las mujeres en la economía de los países ha sido teorizado ad nauseam en la literatura académica. Aquí vale la pena rescatar las contribuciones de Isabel Larguía y John Dumoulin, quienes acuñaron el término “trabajo invisible” para describir el conjunto de labores no reconocidas ni remuneradas que realizan las mujeres y que describieron como el cimiento del capitalismo y de la enajenación de las mujeres.

No obstante, pensar en las labores reproductivas, de cuidados y el trabajo doméstico como fuente de valor es todavía un reto para muchos sectores de la economía que, como señala la feminista italiana Silvia Federici, ven amor en el trabajo no pagado. Las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI nos muestran la agudización de la situación precarizada de la clase trabajadora. Muchas de las preocupaciones de antaño de la agenda feminista siguen pendientes, en tanto que el ejercicio de derechos políticos, económicos y reproductivos se ve obstaculizado no solo por la estructura del orden de género (que algunas teóricas han llamado patriarcado) sino también por otros sistemas de opresión entrelazados con la clase social, la etnicidad, la posición geográfica, la orientación sexual y la edad.

En México, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 36 de cada 100 personas viven en situación de pobreza multidimensional. Es decir, un tercio de la población no tiene ingresos suficientes para adquirir bienes y servicios que le permitan satisfacer necesidades básicas. Desagregados por género, encontramos que 24.4 millones de mujeres se encuentran en situación de pobreza multidimensional, en contraste con 22.8 millones de hombres. El panorama se torna aún más preocupante cuando reparamos en el hecho de que los hogares con jefaturas femeninas son los que tienen mayores presiones económicas, pues suelen ser monoparentales y tener un mayor número de dependientes. Asimismo, son las mujeres quienes dedican más horas a trabajos no remunerados como los cuidados de infancias, personas adultas mayores o enfermas y las tareas domésticas. Alrededor de 13 millones de ellas trabajan en el sector informal de la economía, con ingresos mensuales inferiores a los de los hombres ($3,700 versus $5,300, respectivamente, según datos del gobierno mexicano). Los resultados del estudio de Solís y Reyes Martínez (2023) muestran que las mujeres que tienen características étnicas o físicas racializadas (adscripción, lengua, tono de piel), asociadas con la pertenencia a pueblos indígenas o afrodescendientes, se encuentran en mayor desventaja socioeconómica que sus contrapartes hombres. Curiosamente, este estudio sugiere que entre mujeres no se observan diferencias sustantivas por tono de piel. Finalmente, y con respecto a las mujeres trans, las cifras nos dicen que, en comparación con otros integrantes de la comunidad LGBTQI+, son ellas quienes padecen mayores tasas de rechazo en el empleo formal, además de violencia y discriminación debido a su identidad de género.

La diferencia entre hombres y mujeres en situación de pobreza multidimensional es, podría pensarse, numéricamente irrelevante, pues solo hay una brecha de 1.6 millones de personas. Sin embargo, en términos sociológicos y políticos no se trata de diferencias menores, pues estamos ante cifras que revelan los significados y los lugares con los que las sociedades contemporáneas siguen asociando a la feminidad. Se trata de significados de otredad, de pauperización, de informalidad laboral, de falta de poder, prestigio y reconocimiento profesional, y de enorme vulnerabilidad. Los salarios no solo son inferiores (cuando los hay), sino que son entendidos como complementarios respecto al ingreso masculino.

Las repercusiones de la pobreza tienden a agudizarse cuando miramos el ejercicio diferenciado de derechos de salud, educación y vivienda. A este fenómeno Diana M. Pearce, en los años setenta, lo denominó “feminización de la pobreza”. El término no refiere al mero hecho de que hay más mujeres pobres que hombres, sino al complejo entramado de opresiones, creencias y prácticas que producen y reproducen la pobreza dentro del marco capitalista que castiga a ciertos cuerpos, los reduce a su volumen de producción y, en consecuencia, limita sus capacidades y potencialidades. Pearce hizo su estudio en un mundo donde todavía existía el socialismo pero enfocado a las mujeres estadounidenses. En todo caso, los problemas de la estructura de género eran una constante bajo los dos modelos económicos, socialista y capitalista.

Si las mujeres trabajan muchas horas, pero ganan poco o nada cuando se trata del trabajo doméstico, y si las mujeres enfrentan discriminación en el empleo formal y se exponen a formas específicas de violencia de género, no basta contar con un ingreso económico para la verdadera libertad. En su estado actual, la economía mexicana no permite a millones de mujeres llegar de manera holgada al fin de la quincena; tampoco aspirar a trabajos más edificantes o mejor remunerados ni librarse de las dobles jornadas laborales dentro y fuera del espacio doméstico.

Lo anterior no quiere decir que el ideal de autonomía económica no sea significativo y necesarios para aspirar a sociedades más estables y equitativas; por el contrario, quiere decir que hay un problema fundamental con el sistema capitalista y su relación con las mujeres, la distribución de la riqueza, la desigualdad social, la violencia y la discriminación, aunque vale la pena aclarar que las definiciones de pobreza cambian y se refieren a valor adquisitivo o capacidad de ejercer derechos. En este sentido, las democracias liberales sí tienen mejores índices de igualdad económica que otros países con otros sistemas de gobierno.

Los feminismos han sido muy agudos en explicar que vivimos en un mundo hiperconectado, de veloz cambio tecnológico e innovación sin precedentes, al tiempo que dependemos de la explotación, la marginación, y el trato desechable y violento no solo contra millones de personas, sino también contra los recursos naturales del planeta. La tarea aquí sería repensar y reimaginar la relación de las mujeres con el capital más allá de las posibilidades planteadas por el individualismo recalcitrante y más allá de fórmulas meramente redistributivas. Si bien esa tarea se complica ante la urgencia de sostener la vida, de sobrevivir al día a día, los feminismos que apuestan por la crítica y por la comunidad ofrecen rutas para avanzar en direcciones que ya no conduzcan irremediablemente a la pobreza.

Nada garantiza que un nuevo orden económico hará de nuestras sociedades espacios menos violentos ni racistas. Es justo ahí donde se encuentra el trabajo y la deuda feminista con las mujeres. Los sistemas no se derrumban a voluntad: se les resiste desde adentro, se innova a partir de prácticas colectivas e individuales como las mercaditas feministas y el trueque, propias de la economía popular, y también a través de la reivindicación de los cuidados, el autocuidado y el ocio.

Pero no solo se trata de cambios a pequeña escala. Sí, las mujeres necesitan dinero, propiedad de sus cuerpos, de su tiempo y de su autonomía, pero también necesitan redes para imaginar futuros diferentes, menos desiguales y violentos, además de gobiernos feministas que promuevan una revolución en las políticas de los cuidados, acceso a la renta básica universal, presupuestos con perspectiva de género, seguros de desempleo y licencias de paternidad y maternidad amplias.

Referencias

Solís, Patricio y Javier Reyes Martínez (2023). “Discriminación percibida, características etnorraciales y género”, en Jesús Rodríguez Zepeda y Teresa González Luna (coordinadores), Interseccionalidad. Teoría antidiscriminatoria y análisis de casos. México, UAM, pp. 139-178.

Tepichin, Ana María (2010). Política pública, mujeres y género. En Tepichin et.al., Los grandes problemas de México. Volumen VIII Relaciones de género. México: El Colegio de México, pp. 23-58.

Amneris Chaparro Martínez es doctora en Gobierno (Universidad de Essex) e investigadora en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM.