(LEÓN BENDESKY. LA JORNADA)
En democracia, es crucial mantener el equilibrio entre los poderes que conforman el Estado. Muestras de tensión se advierten en distintas partes, sobre todo en lo que concierne a la relación entre el Ejecutivo y el Judicial. Se trata de un equilibrio de naturaleza intrínsecamente inestable, sustentado en un sistema de controles y contrapesos que ha de prevenir el poder excesivo de uno de ellos. Cuando el equilibrio se rompe las libertades se merman.
El presidente Biden llamó extrema
a la Suprema Corte. Extrema por ciertas decisiones que han tomado los jueces, entre los que predominan seis que han sido nombrados por presidentes republicanos frente a tres por los demócratas. La corte tiene, pues, un fuerte predominio conservador que se ha manifestado en fallos de gran relevancia.
El artículo que firmó Biden en The Washington Post el pasado 29 de julio fue categórico. La nación, escribió, fue fundada sobre un principio simple pero profundo: nadie está por encima de la ley. Se refería a la reciente resolución votada por los jueces conservadores que concede a los presidentes la absoluta inmunidad por actos cometidos dentro del marco de sus funciones oficiales. Esto parece tener un claro destinatario en las circunstancias actuales y ése es Donald Trump, con especial referencia a su asociación con el ataque en contra del Capitolio el 6 de enero de 2021. Se refirió también a la decisión extrema de anular los precedentes de la ley conocida como Roe vs. Wade, que concedía el derecho constitucional al aborto y que estuvo vigente durante cinco décadas. Finalmente, señaló la crisis ética que se ha observado en la corte y que ha expuesto públicamente a varios de los jueces, otra vez, conservadores, situación que vulnera la independencia y legitimidad de sus decisiones y la confianza de los ciudadanos.
Biden propuso tres reformas significativas para el funcionamiento de la corte: una enmienda constitucional que haga explícito el principio de que nadie está por encima de la ley, otra que fija límites al tiempo de servicio de los jueces, que ahora es vitalicio, y una más que establecería un código de conducta vinculante para los jueces que altere la norma actual, que es débil y de cumplimiento autoimpuesto.
El asunto de la judicialización de la política, o bien, de la politización de la justicia y sus repercusiones sociales es delicado y, en última instancia, incide necesariamente en la condición de los ciudadanos. España es hoy un caso ilustrativo. Puede advertirse en el asunto de la amnistía que se tramita en el caso de la frustrada declaración de independencia en Cataluña en 2017, el conocido como procés. El argumento del gobierno, ciertamente controvertido, ha sido el de restituir la concordia en Cataluña; no obstante, persisten las condiciones de antagonismo que definen al independentismo y se complican las negociaciones por presiones políticas y las concesiones que se negocian de una y otra parte.
El caso es que el Tribunal Supremo ha ido escalando su posición contraria a la aplicación de la amnistía y ha planteado una cuestión de inconstitucionalidad en contra de la ley. Se señala que vulnera el derecho de igualdad y el principio de seguridad jurídica de todos los españoles. Afirman los jueces que los actos amnistiables son materia exclusiva de la administración de justicia y, por tanto, de los tribunales y los jueces. Esto se confronta con el aspecto político de la ley y sus objetivos, puesto que la amnistía ha sido votada en el Congreso, lo que, se argumenta, es políticamente procedente, mientras la aplicación compete al sistema judicial.
De dicha ley han surgido otras fricciones políticas y legales que tienen que ver con cuestiones como el financiamiento de los gobiernos comunitarios que no quieren quedar rezagados con respecto a las concesiones que se negocian en el caso catalán. Ahí, por cierto, fue el Partido Socialista el que ganó las recientes elecciones regionales, aunque incapaz de formar un gobierno sin alguna coalición. La postura del tribunal califica el procés de golpe de Estado
, acotando que esto se toma no en su sentido político estricto, sino a partir de la noción de un cambio de la Constitución sin haber seguido el procedimiento de reforma. Tal resolución no había sido adoptada en la sentencia penal dictada en 2019, de modo que el embate político-judicial está expresado de modo pleno.
La relación entre los poderes Ejecutivo y Judicial adopta, por supuesto, muchas formas. La reforma del Poder Judicial en México, por ejemplo, tiene otro tipo de vertientes y de referencias y se sitúa en el particular momento político del país. Tiene que ver con la provisión de justicia y su capacidad de alcanzar a la mayoría de la población; con la probidad de los jueces y, de modo más específico, con una serie de disputas directas con el Presidente y con acciones tomadas por el gobierno. El momento es relevante y la aprobación de una reforma apresurada debe evitarse. En todo caso, una reforma judicial no debería encubrir aspectos tales como el debilitamiento del entramado institucional del país, parte del cual estaba diseñado para prevenir fricciones con respecto, por ejemplo, al derecho a la información, que es clave en un sistema democrático, como lo es igualmente la integridad del sistema electoral independiente. Hay mucho trecho para concebir una reforma judicial que contemple los aspectos necesarios y los haga compatibles con las preferencias de un gobierno electo democráticamente. El interés primordial por diseñar un sistema efectivo de controles y contrapesos entre los poderes del Estado es un asunto que define la relación de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, con el gobierno, independientemente del modo en que se vote en unas elecciones.