(JOSÉ ROMERO. LA JORNADA)
El Paquete Económico 2026 llegó con el discurso de la estabilidad y la disciplina fiscal, pero detrás de las cifras relucientes se esconde una peligrosa paradoja. El gobierno presume un peso fuerte y control de la deuda, mientras el país sigue atrapado en un modelo que reparte sin producir, gasta sin transformar y depende de capitales golondrinos que pueden huir en cualquier momento. Lo que se presenta como fortaleza es, en realidad, fragilidad disfrazada de éxito.
La aparente solidez del peso no proviene de la productividad ni de un auge exportador. El tipo de cambio se sostiene en la entrada de capitales de corto plazo, atraídos por un diferencial de tasas de interés muy superior al de Estados Unidos. Los inversionistas especulativos compran deuda mexicana porque ofrece rendimientos más altos, no porque confíen en la capacidad productiva del país. Es un espejismo: mientras haya confianza y rentabilidad, esos capitales se quedan, pero al primer signo de incertidumbre se irán, disparando el dólar y la inflación. La supuesta estabilidad es vulnerabilidad disfrazada de éxito.
El presupuesto concentra una cuarta parte de sus recursos en transferencias sociales, salud y vivienda. A ello se suman pensiones y el costo de la deuda, de modo que más de la mitad del gasto público es rígido, destinado a consumo inmediato o compromisos financieros. La inversión productiva apenas llega a 13 por ciento y se concentra en Pemex, CFE y proyectos ferroviarios. No existe un plan integral para articular manufactura, innovación o cadenas de valor nacionales que permitan multiplicar los efectos del gasto.
La política comercial tampoco corrige esa dependencia. Se anuncian aranceles a productos chinos y a países sin acuerdo comercial con México, presentados como medidas de soberanía. En los hechos son gestos hacia Estados Unidos en su disputa geopolítica. No existe un plan interno para que esos aranceles protejan y fortalezcan la industria mexicana. El resultado es un encarecimiento de insumos y bienes de consumo, que golpea a familias y pequeñas empresas sin generar desarrollo nacional.
La apuesta por Pemex es otra muestra de contradicción. Se destinan más de 240 mil millones de pesos para sostener a una empresa endeudada, bajo el argumento de la soberanía energética. Pero no existe un plan que vincule ese gasto con un proceso más amplio de industrialización. Mientras se canalizan recursos a Pemex, se descuidan sectores manufactureros que podrían generar empleos y valor agregado. Se invierte en una empresa con serios problemas financieros, pero sin efecto multiplicador.
En materia tributaria, los llamados impuestos saludables –refrescos, tabacos, videojuegos violentos– se justifican en nombre de la salud pública, pero son gravámenes con baja elasticidad de la demanda. En amplias zonas del país, los refrescos no son un lujo, sino la única alternativa real de consumo, más baratos que jugos o leche y más confiables que el agua corriente. Para millones de familias pobres, su consumo no es una elección, sino una necesidad cotidiana. Gravar más estos productos no reduce la demanda, sino que encarece la canasta de los hogares vulnerables. Es, en suma, un impuesto regresivo que contradice el discurso de justicia social.
La inversión en ciencia y tecnología es mínima. La Secretaría de Ciencias recibirá apenas 35 mil millones de pesos, medio punto porcentual del gasto programable. Educación supera los 500 mil millones y salud más de 60 mil millones. Ciencia y tecnología quedan relegadas, sin un plan que articule investigación, innovación y política industrial. Se reparten becas, pero se abandonan los motores de la productividad y la soberanía tecnológica.
Lo que México necesita no es retórica de modernidad, sino una política industrial realista. Se debe invertir en los sectores tradicionales que todavía tienen capacidad de arrastre: acero, refinación de petróleo, farmacéutica y autopartes. A la par, es indispensable incursionar en la industria electrónica, no para competir de inmediato con los gigantes globales, sino para adquirir gradualmente las habilidades que permitan diversificar la base productiva. Esta combinación de sectores consolidados y nuevos aprendizajes es la única vía para construir una industrialización soberana.
El gobierno insiste en la estabilidad macroeconómica como prueba de éxito. Es cierto que la deuda se mantiene en torno a 52 por ciento del PIB y que las calificadoras ratifican el grado de inversión. Pero la deuda crece en términos absolutos, el déficit ampliado ronda 4 por ciento del PIB y el peso depende de capitales volátiles. Cada crisis internacional puede derrumbar el frágil andamiaje macroeconómico. La historia de 1982, 1994 y 2016 demuestra que la estabilidad basada en capitales golondrinos dura lo que la confianza externa.
La contradicción de fondo es evidente: un gobierno que se dice de izquierda administra con ortodoxia fiscal, reparte recursos sin crear riqueza y se alinea a la estrategia de Washington. Así, en lugar de transformar la estructura productiva, reproduce la dependencia. Los problemas se acumulan: baja productividad, ausencia de industria nacional fuerte, rezago tecnológico, alta informalidad y vulnerabilidad frente a choques externos.
Si este rumbo se mantiene, México no solo enfrentará un callejón fiscal, sino también un callejón histórico: otro sexenio perdido en el que se reparte sin producir, se presume estabilidad mientras se erosiona la soberanía y se confunde política social con política de desarrollo. No basta con administrar la inercia ni con repetir fórmulas de dependencia. El verdadero desafío es transformar la estructura productiva, construir industria nacional y recuperar la capacidad de decidir nuestro futuro económico. De lo contrario, el espejismo del peso fuerte se desvanecerá y el costo lo pagarán, una vez más, los más pobres.
*Director del CIDE
