(FRANCISCO BAEZ RODRÍGUEZ. CRÓNICA)
La democracia mexicana padece una nueva enfermedad: la encuestitis (itis es una raíz griega, que significa inflamación). No porque haya demasiadas encuestas, sino porque han cobrado un papel de extraordinaria relevancia en la toma de decisiones políticas.
Al menos formalmente, sendas encuestas serán determinantes en la definición de los candidatos presidenciales de la coalición que encabeza Morena y del Frente Amplio, que cobija a los tres principales partidos de oposición.
En esta columna hemos señalado anteriormente algunos de los problemas que conlleva el uso de estos instrumentos de medición de la opinión pública, que se agudizan en los dos ejercicios que se levantarán esta semana.
Repasemos brevemente algunos de los más relevantes. En la de Morena, el problema central -y lo han señalado aspirantes tan diferentes como Marcelo Ebrard y Gerardo Fernández Noroña- es que la conducción depende de una comisión partidista, cuya imparcialidad no ha sido acreditada. En la del Frente, donde la encuesta equivale a la mitad de la decisión, que se maneja por dos vías: telefónica y de vivienda, que, en la primera criba, dieron resultados tan diferentes entre sí que mueven a sospecha.
Pero, como diría el clásico, aún hay más.
Recordemos que las encuestas, aun cuando están bien hechas, simplemente miden lo que hay. No son bolas de cristal capaces de adivinar el futuro. Son una fotografía del instante. Eso significa que no son capaces de definir los resultados de una elección futura: en todo caso, dan parámetros generales.
Si analizamos los ejercicios demoscópicos recientes, pero también los antiguos, encontraremos una constante, que a menudo es determinante cuando las encuestas se confrontan con los resultados electorales: en todas ellas se sobrestima la proporción de la población dispuesta a ir a votar.
Tradicionalmente, los encuestadores simplemente se deshacen de quienes afirman que se abstendrán y también suelen sacar del cálculo a quienes se declaran indecisos. Curiosa, pero no casualmente, mientras mayor es la distancia entre la tasa de participación esperada según la encuesta, y la participación real, mayor suele ser el margen de error promedio de las encuestas.
La clave es que una parte de los entrevistados que dicen que votarán o votarían por alguien, en realidad no lo hacen. Se abstienen. Normalmente, porque la política no les interesa para nada.
Y la otra clave, que puede comprobarse comparando encuestas con resultados electorales en 2012 y 2018, es que ese grupo de falsos votantes suele decantarse, a la hora de la encuesta, por quien perciben que será el ganador.
Diferentes ejercicios demuestran que la mayor parte de los ciudadanos encuentra que la mayoría de sus familiares, vecinos y amigos tienen las mismas preferencias electorales que ellos. Esto implica la creación de conglomerados sociales en los que domina una percepción… que no siempre coincide con la realidad. El ciudadano que dice que votará y después no vota, en realidad lo que hace al responder es afirmar su pertenencia al cluster social de sus familiares, amigos y conocidos.
Todo esto tal vez ayude a explicarnos por qué, en los procesos de definición de los candidatos, la lucha ha sido, para algunos, en demostrar que se va adelante y, para otros, en insistir en que no hay un ganador cantado. Como no ha habido debates reales (en un caso, por decisión presidencial; en el otro, para cuidar una unidad más precaria de lo que parece), eso ha sido lo único, porque, en la medida en la que se fija la idea de “ganador cantado”, en las encuestas eso se vuelve profecía autocumplida. Aunque no necesariamente suceda lo mismo a la hora de una elección.
En el caso que nos ocupa, la percepción mayoritaria -de hecho, dictada por otras encuestas- es que quienes van adelante son Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez. Más allá de las virtudes o la popularidad real de estas dos aspirantes, si esa percepción permea entre la población no politizada, significará un empujón en sus números. Y no importará que sea así sólo en las encuestas, porque -sobre todo para la coalición obradorista, que tiene un Primer Analista Demoscópico- eso es lo que cuenta.
En su lucha por seducir, más que por convencer, la clase política mexicana ha inflado el valor de la opinión pública medida. En el camino, no se ha preocupado por analizar realmente esta opinión pública (prefiere los “análisis de violín”: este sube y este otro baja), y mucho menos por analizar las diferentes metodologías de medición.
Un par de ejemplos sobre metodologías: Uno, el Frente le da un peso de 30% a la medición telefónica y un 70% a la medición en vivienda. Una encuesta telefónica bien hecha (no de robot), dirigida a teléfonos celulares, tiene mayor dispersión que una en vivienda, con menor probabilidad de distorsión por ausencias en el domicilio. Una encuesta telefónica de robot o una dirigida exclusivamente a líneas residenciales es totalmente inservible. Pero en ninguno de los casos equivale a 42.9% de una de vivienda. Si luego encontramos diferencias notables entre una y otra es, simplemente, porque alguna está mal hecha (si no es que las dos).
Dos, la dirigencia de Movimiento Ciudadano está manejando una encuesta en donde la mayoría de la población está en contra de que se una al Frente Amplio. Suponiendo que la muestra es buena, ¿hay una pregunta que le pida al entrevistado la razón por la que está a favor o en contra de esa alianza? Si cerca de la mitad de los ciudadanos dicen simpatizar con Morena, es lógico que estén en contra. Y, de la otra mitad, ¿cuántos hay que se han convencido de la historia de que MC es un caballo de Troya morenista? ¿Cuántos son realmente simpatizantes del partido naranja? ¿Cuántos estarían dispuestos a votar por él si va solo?
Parte de la encuestitis aguda que padecemos está en que a los políticos sólo les interesa leer la parte de la encuesta que personalmente les conviene.