(RENÉ DELGADO. EL FINANCIERO)
Los impartidores de justicia son muy afortunados no por el sueldo, las prestaciones, las prerrogativas y el dinero sucio que algunos de ellos reciben, sino por la falta de oportunidad, estrategia, tino y argumentación con que Morena quiere sacudirlos.
Si el lance político-legislativo de los morenistas y su líder contra el Poder Judicial es simple añagaza para tener una bandera electoral, llamar la atención del movimiento sobre su campaña y pegarle un susto a la cúpula de ese poder, jueces, magistrados y ministros no tienen por qué preocuparse. Cosa de envolverse por unos días en la toga de la independencia y la autonomía y, en cuanto la reforma llegue a la Corte, desecharla por los errores procedimentales y legislativos cometidos, asestándole un revés más a los legisladores de Morena y de rebote al Ejecutivo. Al final, todo quedará como se encuentra.
Lo único lamentable, aparte de la estridencia y la vacuidad de las posturas, es haber perdido la oportunidad de sanear y reformar integralmente el sistema de procuración, administración e impartición de justicia. Eso y también la fatua manía de Morena de dar un baño de oropel a sus fracasos, así como la incapacidad de ese partido de entender que ganar elecciones no implica perder la política.
Fincar proyectos en la fuerza sin activar la inteligencia política, es tanto como renunciar de antemano a la posibilidad de concretarlos.
La tentación de influir, alinear o someter el Poder Judicial al Ejecutivo no es algo extraño aquí ni en otros países, lo asombroso es la falta de oportunidad y la pobre estrategia con que pretendió llevarla a cabo el movimiento que, aun sin bastón, encabeza el presidente López Obrador.
Motivos para emprender una reforma de gran calado y, por esa vía, incrementar la influencia del Ejecutivo sobre el Judicial sobraban. Pero –como en el caso de la reforma constitucional del régimen político-electoral– se actuó a destiempo y, ahora, bajo la bandera de querer acabar con los privilegios de la élite de aquel poder sin poner al centro del debate público la necesidad de abatir el nepotismo, la corrupción, el tráfico de influencias y el tortuguismo judicial, así como la conveniencia de retocar la estructura del Poder Judicial y la nominación de ministros a la Suprema Corte.
Nada de eso se consideró en el lance y, por lo mismo, se dio hálito a la idea de ejecutar un acto de venganza o castigo por los reveses dados por el Poder Judicial al Ejecutivo. En el colmo del absurdo, la narrativa presidencial fue derrotada: despertó el malestar no de jueces, magistrados y ministros, sino de los empleados de ese poder que, ahora, van al paro, tras el desdén y desprecio que les dispensó el mandatario. Habrase visto.
Claudia Sheinbaum puede, por razones de lealtad y disciplina, celebrar la ofensiva lanzada por el presidente, pero no ignorar un hecho: la aventura no tiene destino y sí le complica el cuadro a ella.
Puede justificarse que, a menos de un año de concluir el sexenio, el Ejecutivo decidió irse contra el Poder Judicial por tres razones.
Dejar constancia del deseo de transformar ese otro poder; amedrentar a la cúpula de él, a fin de no recibir más reveses; y reconocer que, sin el ministro Arturo Zaldívar en la presidencia de la Corte y del Consejo de la Judicatura, la afinidad política se convirtió en adversidad. Sin embargo, resultan difícil de entender varias cuestiones que, en el fondo, revelan el interés presidencial por lo simbólico, no por lo sustantivo.
Por qué adoptó una narrativa fundada en los sueldos y las prerrogativas de los jueces, y no en la falta de justicia. Por qué no explicó a carta cabal cada uno de los fideicomisos sujetos a extinción. Por qué no reivindicó la reforma del Poder Judicial en el marco de la transformación del régimen, en vez de encuadrarla en la política de austeridad. Por qué emprende reformas sin asegurar su concreción y justo cuando ya no son posibles. Por qué…
Tarde que temprano, y al margen de la popularidad, será evidente que el mandatario falló en transformar cuestiones fundamentales del régimen: el sistema político-electoral, el régimen fiscal, el sistema de seguridad y el aparato de justicia.
Ya no preocupan los desvaríos presidenciales, sí que la muy probable sucesora, Claudia Sheinbaum, se afilie jubilosa a las causas pérdidas acometidas por el mandatario.
Se entiende, desde luego, la dificultad supuesta en articular un discurso que, de un lado, satisfaga y halague al presidente López Obrador y, de otro, convenza y atraiga a las bases del movimiento que impulsan a la virtual candidata, pero hay límites. Afirmar que luego de transformar el Poder Ejecutivo y Legislativo –¿en serio?–, sólo resta hacer lo mismo con el Judicial, es un exceso. Y más todavía, instar a conquistar la mayoría calificada en la próxima legislatura a fin de que el mandatario pueda enviar, antes de irse, la reforma constitucional que permita elegir mediante voto popular a jueces y ministros. En la lógica de Sheinbaum, con la elección popular de los impartidores de justicia “se va a quitar la sombra de la corrupción y se va a quitar la sombra del fraude y la antidemocracia.”
Si la elección popular de gobernantes, legisladores y jueces fuera el antídoto natural de la corrupción, México sería otro y, de seguro, la reina Margarita II y la primera ministra de Dinamarca, Mette Frederiksen, no dudarían en declarar que su país aspira a tener un régimen mejor que el mexicano.
Tras el fracaso al que se dirige la extinción de los fideicomisos de la Corte, absurdo llamar a conquistar la siguiente derrota.