No bastará la firma o no de acuerdos o tratados para juzgar el eventual éxito de la cumbre de presidentes y cancilleres latinoamericanos y del caribe a la que convocó el Gobierno de México en Palenque, Chiapas, para abordar el tema de la migración en el continente. Podrán negociarse y rubricarse los documentos que se que quiera, por supuesto, que para eso se hacen esta clase de encuentros. Pero de eso a que las políticas transfronterizas realmente lleguen a coordinarse, las circunstancias que orillan a las personas a marcharse de sus países cambien y las corrientes migratorias se detengan, o mengüen siquiera, hay un abismo. Y no queda muy claro que vayan a producirse avances sustanciales en el tema cuando el destino principal de los migrantes son los Estados Unidos, y ese país no asiste a la reunión.
También el escenario latinoamericano es complejo. Uno de los desafíos centrales de la migración irregular consiste en que los principales afectados por sus efectos inmediatos son los países de tránsito y destino. Las naciones de las cuales salen los migrantes tienen sus propios conflictos (que son, finalmente, los que provocan el éxodo masivo) y no suelen convertir en una prioridad lo que les suceda a sus ciudadanos una vez que atraviesan sus fronteras. Convencerlos de que se ocupen de frenar las causas de que la gente se vaya, como ha sostenido públicamente el Gobierno mexicano, que es la meta de la cumbre, resulta mucho más fácil de declarar que de llevar a la práctica. Y el mejor ejemplo de ello es el propio México, país que encabezó por decenios las estadísticas de migración de latinoamericanos hacia EE UU sin que el freno a la migración se convirtiera nunca en un tema de primera línea en los planes gubernamentales. No: la inmensa mayoría de los países cuyos ciudadanos migran suelen aferrarse al principio vulgar de “mientras menos burros, más olotes”. Y dejan la pelota en la cancha de los demás.
Para nadie es un secreto que Estados Unidos ha presionado hace años (desde que Donald Trump era el presidente y también en la actualidad, bajo el mando de Joe Biden) hasta conseguir el notable endurecimiento de las políticas migratorias mexicanas que hemos visto en el sexenio. México llega a la cumbre con las cifras más altas de detenciones de extranjeros en territorio nacional que se recuerden (más de 80.000 solo en el pasado agosto, el mes más reciente del que se tienen cifras) y un acumulado de más de medio millón de personas devueltas a sus países de origen en los recientes cinco años. Y, sin Estados Unidos a bordo, esta cumbre y lo que en ella llegue a decidirse no influirá un centímetro en esa situación. Mucho menos cuando EE UU vive la efervescencia del arranque de las campañas políticas de cara a las elecciones presidenciales de noviembre de 2024. No es realista esperar que el blindaje de la frontera sur estadounidense vaya a relajarse en estas circunstancias, y menos cuando el asunto sigue siendo uno de los grandes fantasmas que el expresidente Trump se empeña en agitar ante la opinión pública siempre que puede.
Países con economías destruidas, como Haití, Venezuela o Cuba, o sumamente frágiles, como Honduras o El Salvador, necesitarían una suerte de “Plan Marshall” de reconstrucción para que las olas migratorias se redujeran. México no tiene dinero suficiente como para brindar apoyos en esa escala. Un desembolso de esa magnitud solo podría hacerlo, de nuevo, Estados Unidos, a quien le resulta más barato cerrar a piedra y lodo sus fronteras y controlar el acceso hasta donde pueda. Y que, claro, tampoco está por la labor de darle dinero a Cuba o Venezuela, gobiernos con los que sostiene diferencias más que profundas.
A menos que algo muy fuerte cambie, la cumbre de Palenque parece más una reunión centrada en ajustar los mecanismos para parar y devolver a los migrantes que una que vaya a conseguir que sean tratados con dignidad y respeto en su tránsito.
Un migrante reposa junto a una bandera de Estados Unidos, en una calle de El Paso, el pasado 21 de diciembre.EMILIO ESPEJEL