(NORMA ELIZABETH OLVERA FUENTES Y ÁNGEL CAMPOS GARCÍA. EXCÉLSIOR)
Ante los impactos del cambio climático, nuestro país no sólo enfrentará temperaturas más cálidas, sino también alteraciones en los patrones de precipitación, que se manifestarán de forma desigual en el territorio: escasez en algunas regiones y exceso en otras. El gran desafío que enfrentamos como nación es garantizar la seguridad hídrica en todo el país ante un clima cada vez más incierto.
Esto implica contar con recursos hídricos suficientes y de buena calidad. A este respecto, los indicadores de Conagua reportaron al cierre de 2023 que, de 450 sitios monitoreados de aguas superficiales —ríos, presas, manantiales, embalses, lagunas, entre otros—, 21.8% se encontraba en semáforo amarillo (calidad intermedia) y 50.9% en rojo (calidad mala). En aguas subterráneas, de 606 sitios evaluados, 12.9% estaba en amarillo y 31.7% en rojo. Esto revela una severa contaminación en nuestros cuerpos de agua.
La construcción de nuestra resiliencia hídrica demanda la recuperación y saneamiento de todos los cuerpos de agua contaminados de nuestro país, así como garantizar la preservación de los escasos cuerpos de agua de buena calidad que aún mantenemos. Pieza clave en esta construcción es fortalecer el marco legal para proteger el agua y los ecosistemas que la sostienen.
¿Y qué significa esto? ¿Aumentar las penas? ¿Crear un tribunal especializado? ¿Adoptar la legislación de otros países? Al igual que en la ecología, el mundo jurídico comprende la intrincada red de interacciones que se presenta en el mundo real, por lo que, más allá de hacer imponer prácticas ajenas a nuestra realidad, se busca un marco de actuación en el que todos participemos para alcanzar metas colectivas.
No se trata sólo de relaciones entre empresas contaminantes y habitantes de cuencas. El derecho ambiental exige pensar en términos de progresividad, ponderación y solidaridad. Debe ir más allá de la lógica de remediación, de “el que contamina paga” o de criterios de productividad a corto plazo. Hoy reconocemos el derecho humano a un medio ambiente limpio, sano, saludable y sostenible; hablamos de los derechos de los animales y cada vez más, escuchamos del reconocimiento de los derechos de la naturaleza. La interpretación de los tribunales no puede ignorar el papel que tiene un río sano en la consecución de los objetivos sociales en favor de resguardar una supuesta seguridad jurídica, productividad o certidumbre a la inversión. No podemos ser esa persona que sabe que sus arterias están llenas de colesterol y sorprendernos al sufrir un ataque al corazón.
El caso del río Tula, uno de los más contaminados del país, lo ejemplifica. Desde 1975, recibe aguas residuales del Valle de México y El Salto, que llegan a la presa Endhó. Esto ha deteriorado gravemente la salud de los ecosistemas y de las personas. El caso del río Tula, como muchos otros en nuestro país, fue resultado de una enrevesada normatividad, donde diversas autoridades municipales y federales cayeron en diversas omisiones que nunca fueron efectivamente subsanadas por los tribunales.
Por esta razón es que en la moderna interpretación constitucional del derecho a un medio ambiente sano encontramos el principio de participación ciudadana, de precaución, de no regresión: el principio in dubio pro natura e in dubio pro agua, que establece que, en caso de duda, las controversias ambientales y de agua deberán ser resueltas en los tribunales, y las leyes de aplicación interpretadas del modo más favorable a la protección y preservación de los recursos de agua y ecosistemas conexos. El marco legal debe asegurar, sin ambigüedades: agua para todos, con ecosistemas saludables.
*Investigadora posdoctoral del Instituto de Ingeniería, UNAM
**Abogado y consultor
