Con la monarquía, no

(EDUARDO RABASA. INRTERSTICIOS. MILENIO DIARIO)

Definitivamente vivimos una época en que el discurso y la discusión pública tienen tintes altamente esquizofrénicos, donde los mismos principios o razonamientos lógicos no aplican de igual manera a distintos fenómenos, y son más bien las emociones personales las que a menudo determinan las opiniones frente a hechos similares.

Así, leía por un lado que con la reciente victoria electoral en Austria, la extrema derecha continúa su avance por el continente europeo y forma ya parte de coaliciones gobernantes en siete países: Croacia, República Checa, Finlandia, Hungría, Italia, Holanda y Eslovaquia. Asimismo, en Francia el Frente Nacional fue la fuerza más votada en recientes elecciones y juega ya un papel predominante, y en Suecia la ultraderecha contribuye al mantenimiento de la coalición gobernante. Y, como sabemos, en el país más poderoso del mundo hay un ex presidente buscando volver a ser electo bajo una plataforma abiertamente racista y xenófoba. 

En todos estos casos predominan ideas de una cierta pureza nacional y racial que está siendo atacada por la inmigración y los cambios demográficos, mismos que sin duda producen sociedades más diversas. Con lo que estos movimientos son en parte una reacción a los cambios y un anhelo por volver a un estado —ya altamente imaginario— donde la nación y la raza blanca predominante volverán a estar a salvo y regir por los siglos de los siglos, amén. Cada nueva victoria de alguna de estas opciones con toda razón ocasiona consternación, indignación y temores, pues son en efecto plataformas que se legitiman a partir del miedo y el odio como puntas de lanza para obtener apoyo electoral. 

Y por otro lado, en pleno siglo XXI, continúan existiendo en países como Reino Unido, España, Noruega, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Suecia y Luxemburgo monarquías donde, incluso si sucede de manera altamente simbólica o decorativa, la investidura y la representación de Estado se transmiten exclusivamente de manera hereditaria y sanguínea. Con lo cual prácticamente por definición se asegura la pureza racial familiar, y por consiguiente la exaltación simbólica de esa misma pureza (sería curioso hacer un collage que abarcara a los miembros de todas las familias reales europeas, para ver en una estampa su carácter homogéneo). Y no sólo eso, pues la realeza vive del erario público, de maneras sumamente fastuosas y, de nuevo por definición, improductivas.

¿Qué puede haber más racista o clasista que un poder (de nuevo, el que sea simbólico no lo hace inexistente, y de ahí que monarcas asistan a tomas de posesión en representación de una nación entera, o que el primer ministro en Inglaterra acuda formalmente a ser investido por la casa real) que se transmite de manera sanguínea y preferentemente a los varones? ¿Cómo se explica que los mismos principios de pureza y exclusión que resultan execrables cuando son enarbolados por fuerzas políticas sean objeto de admiración y fascinación cuando los enarbolan las familias reales?

Y ya como pequeño corolario, más allá de preferencias políticas específicas, parecería ser absolutamente ridículo que exista indignación porque un rey (sí, un rey) no sea incluido en la toma de posesión de la líder electa de una república. Pues si a mandatos simbólicos se atuvieran los principios, habría igualmente que incluir a numerosas autoridades religiosas con peso político en sus respectivos países. Y que la polémica generara igualmente expresiones racistas por parte de analistas de alto perfil es de un absurdo tal, que casi merecería un comentario aparte.