Crónica de un pastiche anunciado

(RAFAEL CARDONA. CRÓNICA)

Hace algunos meses un verboso mercachifle de zoco tepiteño me ofreció un hermoso reloj Rolex por mil pesos.

–Esto no es un Rolex, le dije mientras sopesaba la molleja.

–Claro que no “man”. Pero es una “réplica original autorizada”.

Jamás supe de quién provenía tal permiso, pero me remitió a la galería (ya desaparecida en la también desaparecida Zona Rosa) donde se vendían a sabiendas, copias de los óleos de Ricardo Martínez y otros artistas de alta importancia, con una advertencia en el reverso: esta obra es una copia fiel del original y mide un centímetro menos de cada lado.

Me recordó también la colección de Armand Hammer quien me confió, en mi casa no hay un solo cuadro original. Sólo tengo las copias hechas por mi esposa. Debe haber sido una gran pintora para copiar a Rembrandt, pero, en fin.

Hoy, propulsado por la indomable codicia familiar (al parecer no fue suficiente subastar hasta los zapatos viejos de Gabriel García Márquez), circula un libro muy hermoso y bien compuesto, de visible tipografía y cómodo formato, con una camisa planchada y decorada, el cual a pesar de explicaciones y más explicaciones, fotografías facsimilares de páginas incompletas con garrapatas del autor y sensiblerías de mercadotecnia (“decidimos anteponer el placer de los lectores a todas las demás consideraciones”), no es otra cosa más allá de una falsificación anunciada.

Algo semejante a la inundación de esculturas de Leonora Carrington, hechas por sus descendientes a partir de simples dibujos aprovechados familiarmente para la producción en serie de máscaras, barcas, animales fantásticos y otras figuras o la súbita aparición de manuscritos olvidados en los cajones, baúles y cajas perdidas en la vida y resucitadas por magia de sus herederos, después de la muerte de los grandes escritores.

El cuento, “En agosto nos vemos”, se parece al reciente asombro de la Inteligencia Artificial por cuya magia algorítmica escuchamos a John Lennon asesinado en 1980, cantar algo semejante al resto de su obra.

Quienes conocemos los libros de GGM hallamos dos planos en el cuento publicado hace poco por Diana. El arranque conserva los tonos majestuosos de muchas de sus obras, grandes o pequeñas, pero conforme avanza, los personajes pierden su tono y se derrumban irremediablemente en un pozo de imitaciones fracasadas.

Por ejemplo, cuando la protagonista exhuma a su madre, “…hasta que el cuerpo se desbarató en su propio polvo…” la escena completa resulta atropellada, forzada, mal construida y peor descrita, con todo y el juego de las esmeraldas rojas y los brazos en cruz sobre el pecho.

El libro comienza con una confesión abierta. Se inicia su liminar con la advertencia de la pérdida de la memoria del escritor, grave obstáculo para seguir trabajando: “…la memoria es mi herramienta y a la vez mi materia prima. Sin ella, no hay nada”

Pero para soldar los fragmentos y elaborar un texto sustituto, los hermanos García Barcha (firmantes del prólogo), le pidieron su ayuda a Cristóbal Pera, quien en la amplia nota final reconoce la naturaleza de su trabajo: “…ha sido la de un restaurador ante el lienzo de un gran maestro…” y puede ser, pero el gran maestro no fue restaurado: fue usado como guía para un pastiche de codicia editorial.

Aun así, debido a sus momentos de prosa genuina, sin segundas o terceras manos, el genio “garciamarquiano” es tan grande como para resistir todos estos atropellos póstumos.

“… cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio (…) era el único lugar solitario donde no podía sentirse sola (…) volvió a dormirse llorando de rabia contra ella misma por la desgracia de ser mujer en un mundo de hombres.”

Nada mal para haberlo leído el 8 de marzo. Y a otra cosa.