El cambio del mundo y sus sorpresas

ROLANDO CORDERA CAMPOS. EL FINANCIERO

A la memoria de don Pablo González Casanova.

Mexicano ejemplar, universitario comprometido

Tanto el señalamiento de la “importancia de la infraestructura institucional” (Joseph Stiglitz, “Lo que aprendí de la crisis económica mundial”, 2000), como los empeños por asumir la importancia que los Estados han tenido y tienen para impulsar procesos de desarrollo son, y lo siguen siendo, anotaciones centrales de todo quehacer político y económico que se precie de serlo. Ideas, por cierto, con las que Stiglitz siendo economista en jefe del Banco Mundial, buscaba permear y sensibilizar la institución.

Infortunadamente, los comandantes y capitanes del cambio mundial prefirieron la inercia abierta por el fin de la Guerra Fría y proseguir su fantasía de un mercado mundial unificado. Éste, decían, facilitaría la operación de mecanismos que corregirían la desigualdad laboral y desde ahí, poco a poco, la que vivían familias y personas en un mundo que, por las vías más inusitadas, abría paso a una efectiva dimensión global.

Los más entusiastas habitantes del “mundo feliz” solían agregar a su mensaje celebratorio la noticia de que el futuro era el de la democracia representativa, que haría realidad la vigencia universal de los derechos humanos, obstruida por años de bipolaridad y la inconmovible presencia de unos regímenes políticos totalitarios y dictatoriales. Fin de una historia y el principio de otra.

Después de que el primer presidente Bush proclamara el inicio de un “nuevo orden mundial”, tras la victoria de su coalición contra Sadam Husein, todo parecía caminar hacia horizontes de “transformación social y aprendizaje democrático”, atributo indispensable de un desarrollo genuino que, en efecto, respondiera a la nueva era. Mucho pasó, pero no bajo esa pauta.

Ahora, muchos de los habitantes y estudiosos del binomio FMI-BM, creado por Bretton Woods al fin de la Segunda Guerra, se atreven a profetizar en Washington, en su reciente Reunión de Primavera, una reedición ominosa de aquella funesta “década perdida” que se extendió por más de seis años y asoló formas de vida y subsistencia de las mayorías latinoamericanas, las que no vieron llegar ningún nuevo orden. En todo caso, momentos de mejoría tras el auge de las materias primas auspiciado en buena medida por la irrupción de China en el mercado global.

Se acabaron las dictaduras, justificadas con ignominia por la Guerra Fría, pero no la extrema polaridad en los modos de vida. Los triunfadores del mal llamado equilibrio nuclear tampoco cumplieron su compromiso, denunciado por Gorbachov en su momento: propiciar una Europa de paz y progreso, con la participación gradual y ordenada de la Federación Rusa, la que de por sí sufría las durezas de la derrota y la destrucción de sus instituciones que le habían dado algún sostén a la pesadilla de cambiar la historia y dominar el mundo con el partido único y el Estado omnímodo.

Irónicamente, la migración se tornó camino obscuro para que las masas buscaran, subversivamente, equilibrios que compensaran, por así decir, el sufrimiento que vivían y viven vastos contingentes del planeta, olas humanas que huyen del horror, las violencias, las pobrezas.

Tal es ahora el panorama de la “tercera post guerra” que algunos quieren reeditar como guerra abierta, nuclear y mundial y de la que, por cierto, nadie es ajeno ni puede pretenderlo. Tampoco se puede condonar la violencia contra poblaciones inermes, ni unas invasiones del todo contrarias a una precaria legalidad internacional, como Putin lo hace aplaudido por los monos de Stalin.

La un tanto atropellada ayuda de memoria anterior, me fue provocada por la lectura de los artículos de Enrique Quintana (“AMLO y ‘la demolición’ de instituciones”, El Financiero, 17/04/23) y Mauricio Merino en El Universal (“La destrucción en curso”, 17/04/23).

De seguir como vamos, este extraño jefe del Estado que actúa como primer enemigo del Estado, según Fernando Escalante en Nexos, podrá cantar victoria antes de que la ciudadanía, que tiene como centro y base a ese pueblo esquivo al que tanto apela, lo derrote.

Asistimos, a querer o no, a un precoz desgaste de nuestra democracia, ese camino iniciado desde fines de los noventa que hizo posible la transición pacífica del poder político, la elección del primer jefe de gobierno de la capital y la constitución del primer congreso plural. Y de los que han seguido.

El desafío apenas comienza. Lo que tendrá que venir, con sus candidatos o sin ellos, será una dura y dolorosa reconstrucción, que no reedición, de las instituciones y del Estado.  También, saber si detrás de tanta confusión y ruido que prevalece hay, al menos, alguna idea de qué hacer en relación con los problemas fundamentales de la República.

Menuda herencia de la autoproclamada transformación.