CARMEN MORÁN BREÑA. EL PAÍS
El narco ha convertido México en un agujero de arenas movedizas donde el país se hunde sin remedio desde hace tres sexenios. Con la cabeza apenas fuera, necesita una mano tendida para no sucumbir a un poder criminal que ha diversificado el negocio hacia cualquier esfera donde suenen las monedas, de norte a sur, de este a oeste. En las últimas semanas, contar las víctimas era un trabajo de Sísifo: cuando se apagaba el incendio en un mercado del centro del país, estallaban las bombas en Jalisco; en Nuevo León, un pelotón de fusilamiento dejaba seis cadáveres contra el paredón, los jueces de Colima se refugiaban en sus casas y Guerrero, uno de los Estados donde la arena ya llega al cuello, ardía entre taxistas asesinados y autovías cortadas. En este territorio, tres días de sangre y fuego pusieron a las autoridades de rodillas y dejaron una imagen insólita que evidencia el poder del crimen para reinventarse: con un chasquido de dedos movilizaron esta semana a miles de ciudadanos que marcharon carretera adelante hasta el corazón del gobierno estatal, espantaron a la policía, les robaron una tanqueta blindada, tomaron de rehenes a una docena de agentes y trabajadores y obligaron a los políticos a negociar sus exigencias. Tal exhibición de músculo social entre las comunidades rurales más pobres tiene al país todavía con la boca abierta.
El narco no solo ha multiplicado sus negocios, del aguacate a la industria pesquera y maderera, el turismo, los taxis, los mercados de productos falsificados, las pollerías, la cerveza o el reparto del agua; también ensaya nuevos armamentos, desde bombas a drones; y su penetración en el ámbito político no se conforma ya con presionar a los gobernantes electos, sino que coloca a su propia gente al frente de los Ayuntamientos. Es lo que se suele llamar un Narcoestado. A principios de siglo, la cocaína era la división más poderosa del negocio, y aún hoy, llámese fentanilo o como quiera, la droga sigue siendo la gran fuente de rentabilidad. Lo que se llama cobro de piso, es decir, extorsión a todo aquel que monta una tienda, instala un puesto callejero o va en silla de ruedas vendiendo cigarrillos sueltos, es el segundo negocio más rentable, el principal en algunas regiones, recuerda Eduardo Guerrero, consultor de Seguridad, uno de los grandes expertos en esta materia. “El robo de combustible se ha reducido un poco con este Gobierno, pero han buscado nuevas vías de ingresos, como el tráfico de migrantes, la trata de mujeres, a partir de la cual se explican las muchas desapariciones de jóvenes en centros turísticos. Y de última generación, está la tala clandestina o la pesca ilegal de especies marinas que encuentran buen mercado en Asia”, a veces para el intercambio del fentanilo, dice Guerrero, también director de Lantia Intelligence.
A nivel local se han adueñado, en algunas partes, del negocio de la construcción, el cemento, los ladrillos, y de sectores de la alimentación: obligan a comprar pollos o tortillas a sus proveedores. La falsificación y venta de toda clase de productos de marca, desde relojes a colchones es otro de sus fuertes. Como mencionaba recientemente a este periódico Luis Astorga, doctor en Sociología y uno de los grandes expertos en las redes criminales mexicanas, habría que comprar una caña de pescar y sentarse pacientemente a la orilla del mar para tener la seguridad de que lo que uno se lleva a la boca no ha engordado las arcas del crimen. Decir narco ya es decir poco, o quizá, decir todo.
En mayo de 2008, tras el arresto, meses antes, de uno de los grandes capos, Alfredo Beltrán Leyva, se desató la guerra. No iba a ser el único. Donde antes se arrestaban tres o cuatro líderes criminales por sexenio, en el gobierno de Felipe Calderón pasaron a ser casi 40. A cada golpe a la cabeza, las bandas se escindían en facciones más pequeñas que se extendían por todo el país, cada cual en busca de su negocio. Los grandes cárteles del Norte, violentos y concentrados en el trasiego de drogas hacia Estados Unidos, son ahora una hidra de mil cabezas, un enorme árbol genealógico de padres, hermanos y socios que van haciéndose con cada territorio. Ya no hay solo señores de los cielos o de los subterráneos entre fronteras. Lo que surgió como un fenómeno concentrado en las grandes ciudades, ahora es nacional y con amplio impacto en las zonas rurales. El acoso a las empresas agrícolas, ganaderas y de la minería en tiempos de Peña Nieto (2012-2018) dio origen a los grupos de autodefensa, población civil que se armaba para resistir los embates criminales. Pero el narco todo lo fagocita y hoy ya no se sabe muy bien si esos pequeños pelotones están o no bajo el crimen organizado. Uno de los más famosos autodefensas, Hipólito Mora, muy amenazado, fue acribillado en Michoacán a finales de junio. 25 sicarios dispararon sobre el objetivo más de 1.000 balas.
Pero el narco siempre anduvo por sierras y montañas, eran sus lugares de cultivo y las sendas de paso. “Han ido amasando una base social, invertían dinero en comunidades rurales para que les cuidaran las rutas del trasiego de la droga y las casas donde guardaban las armas, dinero o incluso personas secuestradas, como los migrantes”, dice Guerrero. Recientemente, ha habido más gestos. En plena pandemia se reportó en varios sitios del país el reparto de alimentos y electrodomésticos para paliar las carencias de una población muy pobre, extremadamente pobre, y cansada de esperar a un Estado que nunca llega. “Se dieron hasta casos en los que ofrecían empleo a jóvenes que lo habían perdido por la crisis del coronavirus”, recuerda el consultor de Seguridad. El crimen estaba comprando empatía, solidaridad y lealtad. Y el pueblo llano respondía avisándoles de los movimientos del Ejército en esas tierras. “Las bandas se muestran con estas poblaciones de forma benevolente, los necesitan, son estratégicos”, sostiene Guerrero, el mismo que compara la situación de México con arenas movedizas donde cada vez se hunde más el país. Las madres buscadoras, que peinan el territorio en busca de los restos de sus familiares, están llegando ahora a acuerdos con el narco para excavar sin ser agredidas, mientras que en el Estado no siempre encuentran eco a sus peticiones.
De tarde en tarde, las bandas criminales emiten videos que parecen paradas militares: todo lujo de tanques, armas y uniformados. Es su forma de decir que son dueños de tal o cual territorio. Esta semana, el desfile fue distinto. La exhibición de fuerza en Chilpancingo, la capital de Guerrero, reunió a miles de campesinos y transportistas que bajaron de las montañas armados con estacas y machetes y cortaron las carreteras que llevan a Acapulco y la Ciudad de México hasta salirse con la suya. El asunto plantea una nueva transformación del crimen, con capacidad para movilizar pueblos enteros, como un partido político que acarrea ciudadanos para llenar sus mítines. “Es doloroso, con un gobierno de izquierda cuya prioridad debería ser debilitar los centros de reclutamiento criminal a base de programas sociales”, lamenta Guerrero.
Ese ha sido, de hecho, el mensaje que ha lanzado el presidente Andrés Manuel López Obrador en todo su mandato, que él resumía en la frase “abrazos, no balazos”. Se trata, dice siempre el mandatario, de estrangular la pobreza, de multiplicar las becas y las ayudas sociales para que los jóvenes no consideren la alternativa del crimen como una salida ventajosa. Pero solo había que fijarse en las rudas sandalias y los pies polvorientos, las caras arrugadas por el sol, las dentaduras melladas de muchos de los campesinos que llegaron con sus garrotes de bambú hasta la capital de Guerrero. La pobreza está muy lejos de extinguirse. Y ya de paso, los líderes de la manifestación camuflaron sus exigencias, que el gobierno resumió en la liberación de dos mafiosos detenidos, con un pliego de mejoras sociales en sus comunidades: drenaje de aguas negras, asfalto de calles, mejoras educativas y seguridad en las rutas. Nadie tiene duda de que eso también hace falta. Pero la ausencia del Estado ha ido dando paso al narco, poco a poco, elecciones tras elecciones.
En el horizonte asoman ya los comicios de 2024, donde se elegirán presidentes municipales, gubernaturas, diputados y senadores, y un nuevo presidente para México. Esa proximidad electoral también tiene que ver con el estallido de fuego que se está viviendo en los últimos días, el crimen está tomando posiciones, situando a los suyos, presionando a propios y ajenos, jugando a la desestabilización. “La movilización social, el músculo que han exhibido estos días es un mensaje a la clase política”, dice Lilian Chapa Koloffon, analista senior de World Justice Proyect. “Se comportan como operadores políticos, lo que están diciendo no es solo que pueden colocar a los suyos, sino movilizar votantes o desestabilizar elecciones. Robar un vehículo blindado y tomar rehenes a las puertas del Palacio de Gobierno en Chilpancingo es una enorme manifestación de falta de respeto a las autoridades sin temor alguno a sanciones. Las autoridades se han sentado a negociar con los agentes retenidos durante una noche”, dice Chapa Koloffon. El narco es el interlocutor y cada nuevo gobernante que sube al poder siente su aliento en el cogote.
“Siento con intensidad que México no va a poder salir solo de esto. Se necesita el concurso de otros países, un gran tratado de seguridad para América del Norte, con Estados Unidos y Canadá, nada de programitas ridículos, homologar leyes y desde luego avanzar en nuevas tecnologías para la seguridad y la capacitación de recursos humanos. Eso podría cuajar en 10 o 15 años”, dice Guerrero, “pero la sociedad tiene que empujar fuerte en esa idea”. A su parecer, los acuerdos de colaboración deberían extenderse hasta España e Italia por el lado europeo, y a Chile y Colombia en la región latinoamericana. “Si no lo hacen ya, es cierto el riesgo del ascenso del crimen a gobiernos estatales y de facto a un Narcoestado”.
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.