GALO ABRAIN. EL PAÍS
Allá cada cual con sus fantasías. No creo que sea honesto entrar a juzgar los devaneos eróticos que terminan en poluciones nocturnas. Si estas resultan rozar lo demacrado, los vicios ancestrales, la vulneración ajena y la perversión ética, habremos de ahondar en las razones de semejantes patinazos morales, antes de entrar a condenarlos ciegamente. La censura sólo azuza un atrincheramiento en el que la marginalidad se hace fuerte y peligrosa. Pero aquí no hemos venido a hablar del qué, sino más bien del cómo…
En agosto de 1999, la Web acogió a un huésped que muchos estaban esperando. La página mrskin.com, una plataforma encomendada al hercúleo y muy lucrativo trabajo de investigar todos los desnudos de la filmografía de las actrices y actores (actrices, más que nada). Gracias a ella, los onanistas y curiosos del otro lado de las pantallas de sus armatostes Dell o Mac podían visualizar sus deseos nudistas de famosas. Se trataba, no obstante, de discretos puntos de metraje. Elementos sutiles, semidesnudos, que llenaban de emoción durante escasos segundos, a veces con suerte, un par de minutos.
Pero hay una noticia inquietante en este gremio del placer digital. Siguiendo la línea de nuestro sistema en crecimiento exponencial y acelerado, ya mismo, porque la depravación humana es así de déspota y chunga, se pueden visualizar escenas de un realismo atroz con cualquier cuerpo. ¡Cualquiera! Y no, no precisamente de pocos segundos, ni de recatados semidesnudos…
Habrá quien haya querido ver, desde siempre, cómo se lo montan Demi Moore y Aston Kutcher. O glorificarse frente a un menage a trois de Brad Pitt, Pedro Pascal y Kit Harington. O mandar las bragas al tinte por un improbable 69 entre Brigitte Bardot y Emma Watson. Pues, por muy creepy que suene, y muy sórdidamente entusiasta que sea en el interior de millones de corazones, no falta nada para que el voyerismo de semejante violación a la intimidad pueda tornarse realidad. Y esto no es como los coches voladores de Regreso al futuro, ese día, realmente, ya ha llegado.
La cosa lleva tiempo machacándose. No es novedad. Aquí hemos hablado mucho de ello, aunque hubiéramos despistado la parte orgiástica. El término concreto es deepfake. Deep por profundo; oscuro, y fake por falso. “Oscura falsedad”, sería una traducción peregrina del término. Y le sienta a las mil maravillas. Entrando en faena, a la versión pornográfica de este cenit de la mentira se la ha llamado porn-deepfake o incluso deepfuck, nominación que una página web ya se ha apropiado bajo el maravilloso eslogan: “Blow your mind and your load” (“Alucina y córrete”). Y así es, algunos videos son ya de alucinar…
Además de deepfuck.com, tenemos otras páginas como mrdeepfakes.com que también trabajan la producción de estos videos pornográficos falsos. Aunque estas obras, si bien simulan muy acertadamente los rostros, todavía se percibe en ellos un exceso de brillo en ciertas partes, como la frente y los pómulos, al igual que movimientos poco orgánicos que insinúan su falsedad. Pero estamos hablando de un material en proceso de desarrollo. De momento, al hablar de deepfake lo que nos encontramos son cuerpos anónimos coronados por rostros famosos. Pero la IA es como una plaga de alimañas, se reproduce a velocidad de crucero inundándolo todo.
Lo que llamamos generadores de imágenes vendrá a hacer caer en la obsolescencia al deepfake, pues tornará innecesario, como en el caso de estas webs, un video previo que maquear donde los rostros desencajen de los cuerpos. Todo se creará a partir de la información de la Red y con una armonía diametralmente mayor. Aunque los laboratorios independientes más famosos como Midjorney (dedicado a la generación de imágenes por inteligencia artificial) tienen políticas que marcan toda palabra relacionada con lo sexual con un indicador prohibido (incluidos conceptos meramente anatómicos como ‘vulva’ o ‘esperma’), la tecnología de producción ya está ahí.
La mayoría de quienes nos iniciamos al onanismo en ese intervalo en que todavía vivía Interviú mientras el porno inundaba Internet recordamos el spam que vendía fotografías falsas de famosas y famosos desnudos. Era (aún es, según en qué página te encuentres) un producto tirando a cutre hecho con Photoshop y del que se sacaban más sonrisas que erecciones, me atrevo a decir. No así la nueva hornada que, si no excita, seguro que asusta…
The Realist, el servicio que emplea la IA Stable Diffusion, es la versión anabolizada de esos patosos intentos primarios. Las imágenes que logra producir de la nada son escalofriantemente realistas y perfectas. Bueno, de hecho, esto no es tan así. Precisamente es en la imperfección radicada en los pliegues de los pechos, en el ensombrecimiento de las axilas, en la carne curvada de las caderas presionadas por la ropa interior donde se percibe esa esquiva hiperrealidad.
En los tiempos de Instagram, donde la mayoría de las fotografías están filtradas, las imágenes de The Realist alcanzan ese complicado equilibrio entre ser “demasiado perfectas” y, al mismo tiempo, lograr que la exquisitez parezca producto de una manipulación de personas reales. Y, encima, a diferencia de los deepfakes antes citados, no tienen presión por denuncia alguna, puesto que son seres inexistentes. Cabe destacar que esta peliaguda falsa hiperrealidad erótica se resguarda en las instantáneas aún lejos de la imagen en movimiento. Pero, tiempo al tiempo… algo que en lenguaje del siglo XXI significa de aquí a cuatro telediarios.
Dejando de lado servicios como The Realist, existiendo la técnica la mecha ya es inextinguible. La autonomía de la programación torna imposible establecer un control estricto en cuanto a la creación de este material. A nivel legal, no se pueden intervenir todos los ordenadores del planeta para poner cortafuegos e impedir que se moldeen videos pornográficos falsos con personas reales. Lo único en lo que los juristas sí están de acuerdo es en la flagrante ilegalidad de su distribución sin permiso. En otras palabras, móntalo, pero no lo compartas. Más allá de reprimendas morales, a nivel legal, las perversiones, si tal, en casa.
En cuanto a casos concretos, podemos citar los más recientes de famosas (ya se sabe que lo de la depravación sexual en Internet apunta más a lo femenino hasta que se democratiza) como Sweet Anita o QTCinderella. Estas dos streamers se toparon de pronto un día con videos en los que salían haciendo indecencias prohibidas en algunos Estados norteamericanos. Ambas han abanderado la indignación tras usarse su imagen de forma no consentida (ah, y no monetizada, que en una plutocracia eso ya es el colmo) para videos de porn-deepfake.
Estemos de acuerdo, o no, con su reacción (la de QTCinderella fue un mar de lágrimas semejante al de la muerte de un progenitor), encontrarse con un cortometraje sexual con tu cara, sabiendo que no lo has hecho y que todo el mundo puede tener acceso a él, es como mínimo para enfadarse muy-mucho. Contemplar que han invadido la esfera más íntima de tu persona, por muy falso que sea el producto, es igual a que te acusen de un delito no cometido. Es totalmente injusto. Te hace sentir vulnerable, que es el sentimiento al que más se enfrenta quien se ve asaltado por los lóbregos avatares de Internet.
¿Y por qué, cabe preguntarse, habiendo toneladas de material audiovisual legítimo en las vastas planicies de la Red se desarrolla un mercado alrededor de esto? ¿Qué nos excita a la hora de poder fantasear con esos cuerpos, aunque sepamos que se trata de una manipulación, de una calumnia capaz de generar un intenso dolor en quien protagoniza la película? La respuesta quizás tenga que ver con principios estructurales antes que coyunturales.
La posmodernidad ha hecho tambalear los ídolos metafísicos. El materialismo de consumo nos ha untado de mantequilla y lanzado por el tobogán de la idolatría a la fama y el poder telúricos. Los actores, músicos, artistas reputados, seres idealizados que habitan nuestra cotidianidad, son expresiones físicas de una frágil deidad. No hay porque rendirles pleitesía, pero mucha gente lo hace. En ocasiones, ciegamente. Locamente, como las Grecas, en plan talibán.
Lograr tener ante nosotros la realización visual de nuestros oscuros deseos es lo más parecido que hay a someter a los dioses. Apropiarnos de ellos. Esclavizar su imagen para, precisamente, nuestra satisfacción. La admiración que se les profesa no viene acompañada de responsabilidades. Todo lo contrario. En los caminos del individualismo atroz que domina el mundo, la libertad es sinónimo de culminación del apetito, se dejen los cadáveres sentimentales que se dejen, a lo que habremos de sumar el anonimato de Internet y su consecuente inmunidad. De ahí que resulte tan sencillo tirar la piedra y esconder la mano.
De aquí extraigo una advertencia personal: quien más vaya de mojigato con este asunto, quien más reniegue a viva voz de ello y proclame su absoluta repugnancia al respecto (sobre todo en el género masculino), es quien más papeletas tiene para lanzarse a la carrera doméstica por cumplir sus fantasías. El moralista es, psicoanalíticamente por lo general, un extremista reprimido. En palabras del viejo Freud, perfectos por fuera con 100 demonios por dentro. Cuidado con ellos.
Que se lo digan a Atrioc, un popular streamer de Twitch muy activo contra esta clase de atentados a la integridad que fue ‘cazado’, precisamente, con una ventana en su escritorio de una página de porno deepfake en enero de este año. Una página en la que, por cierto, había varias creaciones que incluían a colegas suyas de Twitch. Su redención, como suele pasar con los ricos, fueron muchas disculpas, mucha lágrima de cocodrilo y ofrecerse a pagar todo lo necesario para el cierre de la web. Como digo, dúdese de los moralistas.
Hasta ahora aquí se ha hablado de productos falsos que involucran a estrellas de cine o figuras públicas, pero igualmente se pueden llevar a cabo con sujetos anónimos, con tal de aportar una breve cantidad de material visual. Esto demuestra que la IA nos hinca el diente en las venas menos esperadas. Entra por el papa Francisco bailando break dance y termina con un video de tu hermana montándoselo con un poni porque su ex ha contratado a una empresa clandestina para hacer el montaje. Es el futuro que nos espera. Un amanecer de incredulidad.
Cabe destacar la inestabilidad que esta tecnología cincela en las empresas dedicadas al audiovisual erótico pudiendo crearse todo aquello deseado por el público con impecable calidad, y sin los pormenores humanos como, no sé, las inestabilidades existencias o las restricciones éticas. Todo ello arropado, además, por la salida de las nuevas Apple Vision Pro. De momento, un juguete futurista que costará la friolera de 3.000 euros, pero que, llegada su democratización, amenaza con tener a los autosatisfechos habitantes occidentales calentando sofá en casa. Entre otras cosas, dándose gusto. Llegado el momento, con corporalidades inventadas que respondan, a la carta, a sus tórridos deseos.
Lo que queda por ver en este asunto es cuál será la reacción del público ante la diseminación de la falsedad. ¿El personal caerá complacido en lo artificial a tenor de su pragmatismo o se experimentará una búsqueda de lo real, de lo auténtico, de lo puramente humano? ¿Comenzarán a culminarse los delirios sexuales como espectadores gracias a la IA, para después ver personas capaces de cualquier cosa con tal de llevarlo a la realidad? ¿Serán las gafas de realidad aumentada una nueva herramienta global en la búsqueda del placer solitario, como ya lo fue la pornografía en Internet? ¿Es este otro de los pasos hacia la distopía? A este ritmo, no tardaremos mucho en averiguarlo.
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.