Elena Garro y el México desquebrajado

(LUCÍA MELGAR. EL UNIVERSAL)


A 25 años del fallecimiento de Elena Garro, su legado literario se reconoce entre las obras más significativas de la literatura en lengua castellana. Ausentes los personajes del drama familiar, político y cultural que afectó largo tiempo la recepción de su obra, nuevas ediciones de su narrativa, teatro y memorias (sobre todo en 2007 y desde 2016) han favorecido nuevas lecturas. Lejos estamos de los tiempos en que se hablaba de sus libros como de un tesoro escondido.

Diversa en temas y registros, la obra garriana se abre a variadas interpretaciones literarias, culturales, sociocríticas e históricas. Entre ellas, analizar las representaciones de violencia y poder como un hilo que atraviesa su narrativa y dramaturgia —aproximación que propongo aquí— permite aprehender la complejidad y lucidez de su visión crítica de la sociedad del siglo XX y sugerir algunas conexiones significativas con el México desgarrado y el mundo conflictivo en que vivimos.

Testigo de las turbulencias sociales y culturales del siglo XX mexicano y europeo, sensible a la desigualdad y a la injusticia, Garro desnudó los abusos de poder y el impacto corrosivo de la violencia en la vida pública y privada. Como intelectual pública, ejerció un periodismo crítico, desde su reportaje “Mujeres perdidas” (Así, 1941), hasta sus “Caudillos de la Revolución” (Por qué, 1968), y significativas colaboraciones en Siempre y Sucesos en los años 60. Como escritora, transformó, desde el margen y con gran sensibilidad artística, episodios de la Revolución Mexicana en historias memorables, (Los recuerdos del porvenir, 1963; Felipe Ángeles, 1967-1979), rememoró su convivencia con intelectuales que apoyaban a la República española (Memorias de España 1937, 1991); recreó la represión asfixiante del México de los años 50 (Y Matarazo no llamó…,1989); convirtió su experiencia exílica en representación del desarraigo masivo —hoy fenómeno global (Andamos huyendo Lola, 1980). Mujer crítica de su tiempo, desnudó las múltiples violencias machistas que mutilan la vida de niñas, campesinas, mujeres marginadas o sometidas, tema central en su obra.

En una región azotada por la violencia, estos escenarios ficticios y dramáticos inspiran a reflexionar y a reimaginar. La literatura de Garro perdura no sólo porque los conflictos y anhelos que presenta con aguda lucidez resuenan hoy. Es memorable, sobre todo, por el arte magistral de una escritura que entrelaza intensidad poética o dramática, una imaginación luminosa, paisajes de luces y sombras, variados registros y tono, conjunción que cristaliza en una realidad de dimensiones y tiempos múltiples. En este universo, los abusos del poder dañan la vida y la palabra, la violencia apaga la ilusión, mutila los cuerpos, arruina el espacio-tiempo en un mismo día vacío o empantanado, pero ahí también la imaginación creativa puede salvar.

Habíamos perdido la ilusión

La crítica garriana de la violencia desmonta los abusos del poder, político, social y personal. Aunque violencia y poder suelen fundirse en el lenguaje político hegemónico, Garro sugiere un concepto doble de éste: ejercen poder los vencedores de la Revolución, los privilegiados en las relaciones sociales, los hombres que persiguen a las mujeres. El poder, sin embargo, no es monolítico ni se funde siempre con la violencia. La palabra puede usarse para dar órdenes, matar y dañar; tiene también un poder transformador: puede abrir otras dimensiones de la realidad, permite resistir a la violencia y a la mediocridad cotidianas. En contraste con la degradación del lenguaje en mentira y demagogia, la palabra que dice la verdad, la que expresa el anhelo de otro destino, la que afirma el valor de la imaginación y la ilusión, es potente aun en la derrota. Aunque no les salve la vida, otorga una autoridad particular a la voz de personajes como los habitantes de “Un hogar sólido”, a seres luminosos como Felipe Ángeles, Juan Cariño o Felipe Hurtado, a seres solitarios como Yáñez.

El poder de la palabra creativa, ética, es, sin embargo, frágil. Lo amenaza quienes asientan su dominio con falacias y violencia. El afán de dominación supone en efecto más que censura y represión, implica un desprecio de la vida, de la libertad, del pensamiento, destruye la belleza y la ilusión, reduce el horizonte al tiempo cronológico. La dependencia del poder autoritario en la violencia como arma de dominio destruye la ilusión, impone silencios asfixiantes, envuelve la vida en una sombra estéril.

La violencia en la obra de Garro se despliega en gestos, palabras, acciones y silencios que, en conjunto, la constituyen como maquinaria destructiva, un aparato de múltiples niveles interconectados que se dinamizan entre sí. El complejo concepto garriano de la violencia que intento sintetiza en esta metáfora se inserta en una reinterpretación crítica de la historia y de la “modernidad” mexicanas del siglo XX, y corresponde, me parece, a una visión desencantada de la condición humana, que reverbera hasta nuestro presente desgarrado.

Lejos de la visión fragmentada de las violencias que los discursos autoritarios privilegian, Garro expone sus entrelazamientos y su dinámica corrosiva. La ocupación militar de Ixtepec, por ejemplo, impone asesinatos y humillación, atenta contra la religiosidad popular y la vida comunitaria, ensombrece el paisaje y encierra a los personajes en un mismo día repetitivo y oscuro. La violencia social se manifiesta en los ahorcados de las trancas de Cocula, en la marginación de las “cuscas”, en la subordinación de las mujeres. Estas violencias, que los habitantes atribuyen a militares y arribistas, y de las que también son responsables, convierten las conversaciones en palabras grumosas, apagan los destellos de ilusión de Juan Cariño, la vena poética de Hurtado, nublan la vista de las “familias bien”, hundidas en una espiral de chismes y crímenes. Así lo sugiere la voz de Ixtepec:

Todo mi esplendor caía en la ignorancia, en un no querer mirarme, en un olvido voluntario. Y mientras tanto mi belleza ilusoria y cambiante se consumía y renacía como una salamandra en mitad de las llamas. En vano cruzaban los jardines nubes de mariposas amarillas: nadie agradecía sus apariciones repentinas. La sombra de Francisco Rosas cubría mis cielos, empañaba el brillo de mis tardes, ocupaba mis esquinas y se introducía en las conversaciones (RP, 117).

La brutalidad de la violencia política y militar, así como la falta de imaginación y la incapacidad de acción conjunta del pueblo condenan a Ixtpec a la ruina y al silencio. Queda, sin embargo, una piedra. De ella resurge la voz del pueblo que cuenta su historia: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga” (RP, 9).

La voz de la memoria rescata las historias de los vencidos, sus ilusiones rotas, la fragilidad de la vida. En su magistral drama histórico, Garro reivindica la figura de Felipe Ángeles, general condenado a muerte por un tribunal militar carrancista, y la convierte en paradigma de la resistencia contra el autoritarismo. Aunque cercano al personaje histórico, el Ángeles garriano representa el ideal ético de su autora: contra los vencedores que han convertido la Revolución en una máquina de muerte y al país “en un cementerio donde sólo se oyen gritos y disparos”, el héroe derrotado defiende la verdad, evoca con lirismo un país amado y soñado, se duele de la Revolución traicionada. Como su autora, Ángeles afirma el valor de la palabra que apela a la imaginación y desnuda el poder letal del Jefe: “Al hombre se le rescata con la palabra” (FA).

Si en las palabras de Ángeles resuenan poderosas advertencias contra los peligros del autoritarismo encumbrado y de la violencia extrema, el destino fatal de Ixtepec se nos aparece como ominoso recuerdo del porvenir en la Iguala/Ixtepec de 2014, en vastas regiones del país asoladas por la violencia y la desesperanza.

Para que no seas mujer lucida…

Una sociedad que acalla a las mujeres es una sociedad degradada. La violencia machista que limita y mutila a las mujeres es, en la obra de Garro, una dolorosa y asfixiante realidad. Aunque la escritora no se considerara feminista, de su literatura puede derivarse una crítica feminista de la dominación masculina, del sometimiento y hasta de la desesperanza aprendida. Las representaciones garrianas de la violencia se caracterizan por el énfasis en sus efectos, configuración ajena a la descripción gráfica que impacta y aterroriza, pero impide pensar y entender la experiencia del dolor. Garro devela el impacto destructivo de la violencia machista en piezas plenas de poesía dramática, como “Los perros” y “El rastro”, donde trata la violación y el feminicidio, o impregnadas de ironía y amargo realismo, como “La señora en su balcón”, y en novelas donde desmonta los abusos de hombres poderosos que, respaldados por fratrías cómplices, buscan anular o destruir a las mujeres con una frialdad escalofriante (Testimonios sobre MarianaReencuentro de personajesInés).

Contra las interpretaciones que asociaban Testimonios sobre Mariana (1982) con las vivencias de su autora, Garro aseguraba que no calcaba su autobiografía y se inspiraba en experiencias de otras mujeres. Leer esta novela sólo en clave autobiográfica, como rencorosa denuncia personal, opaca la poderosa representación crítica de la violencia machista en un texto de ficción donde lo personal se inscribe en un marco social y cultural que favorece la dominación.

Así, por ejemplo, en “Los perros” y “El rastro”, la brutalidad de la violencia que culmina en el rapto y la violación o en el feminicidio (tratados quizá por primera vez en el teatro latinoamericano) no se deriva sólo de “un capricho” o de un delirio paranoico. Se asienta en una estructura social donde los hombres desprecian y temen a las mujeres y recurren a la violencia sexual para estigmatizarlas y así someterlas, o las matan —apoyados en la complicidad social— para reafirmar su machismo y ocultar sus debilidades ante otros machos (aquí como en otros casos, la literatura se adelanta a ciertas interpretaciones antropológicas).

En “Los perros”, su propio primo (cómplice del futuro violador) advierte a Manuela, de 12 años, que “el hombre que teme a la mujer abunda, es malo y la rompe antes de que sea mujer”. La futura violación se configura como un arma social masculina, usada para impedir que Manuela, en este caso, llegue a ser “mujer lucida y temida de los hombres” y así convertirla en “la mujer desgraciada”, “la que carga las piedras y recibe los golpes”, condenada a la marginación, como su madre. En “El rastro”, la colusión social también avala el crimen. Hombres anónimos azuzan a Barajas contra Delfina, su pareja, la demonizan. Cuando éste la mata, callan. Aunque, como en “Los perros”, Garro da voz a la mujer para contar su propia versión de su historia, sus palabras no bastan para detener la crueldad masculina. Paradójicamente, el feminicidio no siempre garantiza la pertenencia a la fratría, es necesario apegarse al código de la masculinidad violenta hasta el final. Cuando Barajas llora su soledad y su miedo al fantasma de Delfina, lo matan: “Para que aprenda, aunque sea tarde”.

El impacto dramático de estas piezas en un acto, tan vigente en el México actual, se deriva no sólo de las terribles vivencias que escenifican, se debe a su intensa prosa poética, que alude a la magia negra de la palabra o multiplica metáforas sangrientas y silencios ominosos.

En contraste con este filo poético, Testimonios sobre Mariana y Reeencuentro de personajes, iniciadas en los años 60 y publicadas en los 80, presentan una trama compleja y un estilo realista despojado. Ubicadas en Europa, se centran en mujeres latinoamericanas acorraladas por una pareja cruel o criminal y sus cómplices, pertenecientes o cercanos al medio intelectual. En la primera (en que me detengo aquí), la sucesión de acciones persecutorias y la agresividad del lenguaje en espacios cerrados crean una experiencia de lectura intensa y sofocante, semejante a la persecución y degradación que sufre la protagonista. Aunque la incapacidad de huir o defenderse de Mariana (y otras protagonistas) resulte a veces exasperante, éstas no son “fallas” personales. Mariana ha sido humillada, estigmatizada, despojada de sus documentos, tachada de “loca”, violentada verbal, sexual y físicamente. Reducida a un ser vulnerable y fisurado, Mariana depende del agresor o de la buena voluntad ajena. En un giro mágico, sólo un amor excepcional puede salvarla de la repetición de la muerte.

El carácter asfixiante de esta novela corresponde a la opresión de muchas mujeres del siglo XX y, por desgracia, a la de quienes viven todavía la tortura de la violencia machista en su casa. Garro representa la violencia privada como experiencia personal y como práctica social, permitida, impune. Ahora que nuevas autoras latinoamericanas reflexionan y escriben sobre estas violencias, Elena Garro merece ser reconocida como lúcida y valiosa antecesora.

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Es difícil cerrar este incompleto viaje retrospectivo por los paisajes garrianos sin detenerme, siquiera un momento, en la importancia de la experiencia exílica de Garro en su aproximación a la violencia soterrada que subyace al desplazamiento forzado y al desarraigo, que actualmente afectan a millones de personas. En Andamos huyendo Lola, colección de cuentos que escribió en exilio, la escritura de Elena Garro configura el desarraigo y la precariedad de Lelinca y Lucía (inspiradas en la autora y su hija) como una experiencia masiva de soledad y marginación. Condenadas a un constante peregrinar en un mundo dislocado, a una continua resistencia contra la miseria, el hambre y la desesperanza, enfrentan, como otros marginados, la violencia oculta de un sistema sociopolítico (y económico) que tolera (o favorece) el mal y devalúa la vida humana.

Aunque en este libro predomina la oscuridad de la mezquindad y la violencia, el último cuento ofrece un atisbo de salvación a su protagonista: la dama expulsada de la turquesa que ha sido burlada y explotada por seres maléficos logra librarse de sus trampas, gracias a un ser luminoso que la invita a enfrentar el mal sin miedo. Al hacerlo, la dama recupera su memoria, antes fragmentada, su sentido de la realidad, su capacidad de trascender la mezquindad cotidiana. Puede entonces encontrar en un nuevo hogar, luminoso y poético, un topacio, donde iniciará una vida distinta.

Con este relato, Elena Garro sugiere que la intercesión de seres luminosos y la imaginación fantástica nos permiten transformar nuestra visión, enfrentar la violencia y superar el mal.

Simbólicamente, este es el poder de la literatura de Elena Garro en nuestros tiempos oscuros.

FOTO: Elena Garro retratada por Ricardo Salazar para la serie de Retratos y Vida Cultural en México, resguardada por el Archivo Histórico de la UNAM. La realización está fechada en 1959. La novelista, dramaturga y periodista aparece con su hija, Helena Paz Garro, y con su madre, Esperanza Navarro Benítez. Algunas de las fotos de esta secuencia de la autora y su familia que aquí se publican, con autorización de la UNAM, probablemente son inéditas.

Crédito de imagen: IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/Vida Cultural/Retratos/RSA03265