Enamorarse a los 70

(SARA LOVERA. EL PAÍS)

Empezaré por una anécdota. Un día que mi madre estaba en la regadera, ella de 92 años, esquivó mi mirada y me dijo: “Mira: con el tiempo todo se marchita”, refiriéndose a su cuerpo y evidentemente a aquellas zonas de atracción sexual. Me explicó: “Una se marchita, tanto, que hasta el sexo acaba como un bebé, carne sin vellos, piel floja, arrugada…” Luego me miró desfachatada, tocándose el pecho y el sexo a un tiempo y dijo: “Esto sigue intacto. Me siguen atrayendo los hombres y me siguen alterando, siento igualito que a los 20 años”, aseguró refiriéndose al asalto irracional de la atracción sexual y el deseo. Dicen que se llama enamoramiento.

Este recuerdo me hace pensar en la maravilla de ser humano que fue mi madre, quien partió al espacio sideral hace más de una década. Inevitable olvidar su vitalidad y entereza ante las desgracias de la vida cotidiana y su eterna coquetería, su pintalabios y cómo cepillaba su cabeza todas las mañanas. ¿Enamorarse? ¿No enamorarse? ¿Y mi madre cuándo, cómo, por qué y cuántas veces se enamoró?

Decenas por no decir cientos de profesionales de la psicología y el comportamiento humano se ocupan sistemáticamente en dictar reglas, a veces muy rígidas, de cómo, cuando y en qué circunstancias las personas pueden, son capaces, o deben enamorarse.

¿Se puede una enamorar a cualquier edad?, una pregunta intrincada para una feminista convencida e ideológicamente atravesada por las catilinarias teóricas como las de Marcela Lagarde y de los Ríos, que han desmontado paso a paso el significado del amor romántico como fuente de los cautiverios y la subordinación femenina. Amor, fuente de control y pérdida de libertad.

En efecto todas las relaciones hombre y mujer, mujer y sociedad, parten del ejercicio del poder y este fundamento y base de la desigualdad está prensado por la pareja, el matrimonio y la maternidad, que nos dejan no sólo ateridas, sino presas y sin libertad. Cierto.

¿Y, entonces, yo cómo explico mis enamoramientos, no el que tuve a los tres años, el primero, sino el de los 22 —ya feminista— en que me casé; cuando tuve 40 —activista y madura— rompiendo el mito del fidelidad; o de los 60, viuda y libre. Y qué hago con el de más allá de los 70…ahora?

Estoy cierta que el amor como capacidad humana es una palanca, individual o política para la vida. El enamoramiento, es otra cosa. Es un sentimiento que causa alegría, emoción y excitación cuando se encuentra a una persona por la que se siente atracción física —erótica— o intelectual, esa que te produce, sin planearlo, ciertas sensaciones irracionales: palpitaciones, taquicardia, sudoración de manos o “mariposas en el estómago”, como explica la psiquiatra Laura Romans Demaria. Ese encuentro, según la época o las circunstancias, puede significar una posterior relación recíproca de amor y compromiso o simplemente se trata de un estado pasajero y fantástico.

Construir pareja es otra cosa, se puede llamar amor. Para las mujeres significa entrega y para los hombres, control, como lo escribe Denis de Rougemont en su libro El Amor y Occidente de la editorial Kairós (1978) o Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas de Marcela Lagarde y de los Ríos (UNAM 2001,pg.217) y otros libros y ensayos feministas.

Ovidio, en el Remedio del Amor, habla del “amante recompensado, ebrio de felicidad gócese y aproveche el viento favorable a su navegación”, una frase que exalta lo que narran los hombres y que se ha construido en el patriarcado. ”Mas el que soporta a regañadientes el imperio de una indigna mujer”, continúa, “busque la salud acogiéndose a las reglas que prescribo. ¿Por qué algún amador se echa un lazo al cuello y suspende de alta viga la triste carga de su cuerpo, o ensangrienta sus entrañas con el hierro homicida?”

El enamoramiento es un estado emocional, una actitud, una ilusión. Cuando viuda, a los 60 años, me enamoré. Una compañera me dijo que había perdido ese seño en la frente instalado en mi rostro por la tremenda tensión de conseguir una noticia exclusiva; otra descubrió que yo “estaba radiante y positiva”; alguna más me dijo que se me había endulzado el carácter.

El enamoramiento puede durar de seis meses a tres años en las mujeres, dicen especialistas psicólogas como Gabriela Delgado. Y explican que la principal diferencia entre el enamoramiento y el amor es que el enamoramiento es una fase inicial de una relación que se caracteriza por emociones intensas y volátiles, mientras que el amor es un estado más estable y profundo. Creo que también he vivido amor. Pero ese es otro cuento.

Para responder si eso tiene edad, me enteré que no. En la juventud el enamoramiento es esencialmente sexual, de atracción irreflexiva, ansiosa y apasionada, que puede esconder el deseo de tener pareja, estabilidad e hijos. Claro, por eso se casa una.

Pero hay otros momentos. Como diría mi madre, esos que te producen adrenalina, emoción, placer y alegría. Los que proyectan a otras y otros, tu estado de felicidad y alegría, una emoción que podría convertirse en tóxica si se vuelve obsesiva tal como lo cuenta Annie Ernaux en su novela autobiográfica Pura pasión: la confesión de un amor apresurado y pegajoso, escrito en primera persona.

Lo cierto es que, si logro no racionalizar lo que me pasa, puedo compartir que cuando me enamoro —así sea fugazmente— mi pelo, mi cuerpo, mis movimientos, hasta mi voz se transforman. Y eso sucede independientemente del hombre o el personaje, es fantástico. Me pregunto si tendría que ser, como dicen los psicólogos o los geriatras, ¿a determinada edad? Yo creo que no.

Mi racionalidad feminista, mi lógica realista, no cambia mi estado de enamoramiento, el que no necesita reciprocidad ni tiene conexión con la apropiación del otro. Menos ahora, luego de décadas de vida, cuando ya asoma el final del túnel, cuando puedo contar mis realizaciones, mis logros…

¿Eso me lo pregunté a los 40? La respuesta es no. Simplemente lo viví, con relaciones sexuales o sin ellas. ¿Idealizo a los hombres que me atraen? Confieso que he pecado; los he idealizado algunas veces. ¿Me decepcioné? También, pero sin el duro y tremendo fardo del sufrimiento.

El feminismo me enseñó a decir no, sistemáticamente, al amor romántico construido por el patriarcado. Pero no me prohibió sentir. Además dice la ciencia que enamorarse puede ser un antídoto a la depresión y la ansiedad, que en la tercera edad puede llevarte a la soledad y el aislamiento. Así que vamos a enamorarnos cada vez que ello convoque.