(MAEL VALLEJO. MILENIO DIARIO)
En 2021 se cumplieron 50 años de que el entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declarara a las drogas como “el enemigo público número uno” de su país. Probablemente ese haya sido el mensaje, convertido en política pública, que más haya afectado a todo el continente desde finales del siglo XX. El saldo ha sido de cientos de miles de muertos, el crecimiento ininterrumpido del crimen organizado y la corrupción normalmente impune de las autoridades en todos niveles. América Latina ha puesto la sangre, los muertos y las lágrimas en una guerra que nos fue impuesta. Y es hora de que esta finalice.
La posibilidad se abre hoy ante el creciente número de países que ya despenalizaron la mariguana y otras drogas, y la disminución del poder de Estados Unidos a escala global y una nueva ola en la región de gobiernos que se autodenominan de izquierda, con ánimos de cambiar la narrativa y las políticas públicas sobre la despenalización. Hace unos días, el presidente colombiano, Gustavo Petro, se reunió con el mexicano, Andrés Manuel López Obrador, para señalar conjuntamente la necesidad de terminar con esta guerra. “Lo que yo propongo es tener una voz diferente y unificada, que defienda nuestras sociedades, nuestro futuro y nuestra historia. Y dejar de repetir un discurso fallido que ya fracasó”, dijo Petro en la clausura de la conferencia latinoamericana sobre drogas que convocó su gobierno. Agregó: “Somos las mayores víctimas de esta política”.
López Obrador se pronunció por atacar las causas del narcotráfico, pero poco habló de la despenalización. A un año de acabar su sexenio, la promesa de despenalizar la mariguana en México no se ha cumplido y, por el contrario, hay un ataque constante y público hacia la población consumidora. Sin embargo, el mensaje de Petro sobre la necesidad de una despenalización inmediata sí ha tenido eco y podría —o debería— iniciar una bola de nieve que cambie no solo la narrativa, sino el enfoque real desde donde se aborda este supuesto combate.
La guerra fallida ha permitido crear gobiernos y Estados cercanos —o simbióticos— con el narcotráfico. El periodista peruano Gustavo Gorriti lo señaló muy bien en un texto publicado en The Washington Post: “Ganó la narrativa (antidrogas), pero ganaron más las burocracias creadas para librar una ‘guerra’ que prontamente percibieron no podía tener fin y resultó, por eso, buena: una fuente sin término de presupuestos, contratos, compras, poder e influencia que creó economías enfrentadas con el narcotráfico, pero dependientes de él.
“(…) Su ilegalidad y sus millones de dólares elevaron la corrupción y la hipocresía a nuevos niveles. Casi en cada país abundan historias en las que los encargados de reprimir el narcotráfico lucran de él, mientras mantenían (o mantienen) estrechas relaciones con agencias de inteligencia o investigación estadunidense”.
La oportunidad está sobre la mesa para poder dejar atrás una narrativa caduca y que ha mostrado una y otra vez su ineficacia. Es la hora de no solo hablar de despenalización en la región, como llevamos años haciendo, sino de actuar para acabar con una guerra absurda que lleva más de 50 años y en donde la sangre la seguimos poniendo nosotros.