(LEOPOLDO GÓMEZ. EL FINANCIERO)
El evento del domingo en el Zócalo ha sido ampliamente diseccionado. Se ha analizado cada parte del discurso, los símbolos del poder, la ubicación de figuras clave, todo con el propósito de descifrar la incógnita del momento: ¿se está distanciando la presidenta Sheinbaum de López Obrador?
De todo lo que se ha dicho sobre el evento, no considero relevante, como se ha tratado de analizar, si Adán Augusto López o Andrés Manuel López Beltrán quedaron detrás de unas vallas. No lo veo dirigido a ellos ni con lectura política. Todos los liderazgos de Morena estaban detrás de las mismas vallas. Nada que apuntara contra estos personajes específicamente.
Lo verdaderamente relevante estuvo en el discurso. Desde el inicio exaltó la figura de López Obrador y disipó cualquier duda sobre su alineación con él: “Se han empeñado en separarnos, en que rompamos, pero eso no va a ocurrir porque compartimos valores”, afirmó. Habló del Tren Maya, la Refinería Olmeca y el Aeropuerto Felipe Ángeles como si fueran también suyos, piezas centrales de un legado que preserva intacto.
Y su silencio fue igualmente elocuente: ni una palabra sobre el combate al huachicol fiscal ni sobre las investigaciones contra Hernán Bermúdez. Evitó toda mención que pudiera manchar el legado de López Obrador. Por donde se lea, el mensaje fue inequívoco: alineación, sin quiebres ni matices.
Menos comentado, pero igual de revelador que el discurso, fue lo que se vio desde el templete. El audio fue el de la continuidad, pero la imagen del Zócalo remitía a otro tiempo: más que a la 4T, a los rituales masivos del viejo PRI. En el discurso, López Obrador estuvo muy presente; en la plaza pública, ya no tanto. Las playeras con su caricatura y los muñecos que antes abundaban no se veían por ningún lado.
Las imágenes evocaban los grandes actos priistas. Ya no fueron solo los contingentes movilizados desde los estados; ahora destacaban las viejas organizaciones sindicales y gremiales: la SNTE, los ferrocarrileros, los petroleros, el Congreso del Trabajo, la CROC, la CATEM. Un corporativismo renovado que empieza a vertebrar al movimiento.
Hace algunos meses escribí sobre el lopezobradorismo y su fecha de caducidad. Mi argumento era que se trataba de un movimiento personalista, sostenido en el carisma de un solo hombre. A diferencia del peronismo, con sus grandes centrales obreras como soporte institucional, el lopezobradorismo carecía de anclajes organizativos. Morena era apenas una amalgama de tribus unidas por la figura de López Obrador. Sin estructura que lo sostuviera, concluí que el movimiento difícilmente perduraría más allá del próximo sexenio.
Lo que vimos el domingo, sin embargo, fue otra cosa: un movimiento más corporativo, con una organización más sólida. Tal vez menos piramidal que el PRI en su apogeo, pero mucho más estructurado que el que formó y lideró López Obrador.
A primera vista, podría parecer que el lopezobradorismo está ganando permanencia. En una mirada más profunda, sin embargo, se advierte que lo que se está consolidando es un partido hegemónico que, como el PRI, no responde a un caudillo, sino a quien ocupa la Presidencia. Los morenistas pueden querer mucho a López Obrador, como en su momento los priistas a Cárdenas, pero lo que los cohesiona hoy no es la devoción, sino el poder.
Durante décadas, la fuerza del PRI residió en su capacidad para disciplinar a quien se saliera de la línea. Todos estaban reunidos y, una vez definido el camino, todos se alineaban o se atenían a las consecuencias. Pero el rumbo no lo decidía el partido, sino el presidente en turno.
Esa misma lógica parece estar reapareciendo, ahora bajo nuevos instrumentos de control institucional. Las reformas del Plan C, entre ellas la judicial, le otorgan a Sheinbaum un poder tan grande como el de cualquier presidente del PRI.
Ahí está la paradoja: mientras el discurso proclama continuidad, la realidad institucional que se construye ya no depende tanto de López Obrador. En los hechos, hay cambios visibles en varias áreas de gobierno, sobre todo en seguridad, y conforme avance el sexenio, el poder estará cada vez más en manos de Sheinbaum.
Es imposible anticipar cómo manejará ese poder frente a López Obrador. Pero si la historia enseña algo, es que el poder no se comparte fácilmente y el presidente en turno siempre termina desplazando a su antecesor. Eso no implica necesariamente un pleito, pero sí un distanciamiento.
Sheinbaum puede seguir rindiendo homenaje a López Obrador. Puede seguir defendiendo su legado en cada discurso. Pero la estructura que se está consolidando cada vez lo necesitará menos para funcionar. Ese fue el verdadero mensaje del domingo: por más que insista en que no romperá con él, el poder que emerge ya no es personalista, sino institucional. Y ese tipo de poder siempre termina girando en torno a la silla, no a quien la ocupó antes.


