(JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH. EXCÉLSIOR)
La última batalla de Andrés Manuel López Obrador complica innecesariamente la transición por abrir graves frentes que dejará a su sucesora. Se trata del epílogo de una guerra prolongada contra grupos de interés y políticos que, desde 2006, se oponían a su ascenso a la Presidencia con el encuadre del “peligro para las instituciones”. Ahí se enmarca el combate postrero de la reforma de la justicia, con serias consecuencias para la futura gobernanza del país.
A punto de que el INE defina la composición del Congreso, el Presidente celebra que se perfile la mayoría calificada a la coalición de Morena que arrasó en las urnas con el triunfo de Claudia Sheinbaum. Esa decisión abriría la puerta al paquete de 18 reformas que le llegará y cerrará el paso a sus opositores fácticos desde hace tres sexenios. Ve su cruzada por la reforma judicial como punto final de esa vieja disputa, razón por la cual se libra con las armas de la política más que de la verdad jurídica como la que emerge del desahogo de pruebas en un juicio. Aunque el choque por la sustitución de la antigua coalición de poder acabará en el TEPJF.
El objetivo, es ganar la partida y despejar el camino a la continuidad de la 4T ya sin los obstáculos que él encontró en la Corte para defender sus principales reformas. Una confrontación que se fue enquistando en la visión del enemigo y el riesgo de parálisis de las obras del sexenio a punta de fallos en su contra de amparos y declaraciones de inconstitucionalidad; detrás de éstos siempre vio la mano de un poder contra mayoritario que restringe la voluntad popular en favor de sus adversarios en las élites económicas y políticas.
Y para no dejar duda de su posición les endilga la elección por voto popular en el Poder Judicial, que temen ponga en entredicho su exigua independencia respecto a otros Poderes. Sin embargo, las apelaciones jurídicas han topado con inconsistencias en la ley para determinar el límite del superpoder de Morena en el Congreso sobre la base de un techo de 8% aplicado a coaliciones como si fueran partidos, aunque probablemente no le alcanzará en el Senado para reformas constitucionales sin la oposición.
Tirios y troyanos invocan la Constitución para defender su interpretación sobre la conformación del Congreso, pero el INE seguramente privilegiará el peso de las urnas en favor de Morena y la baja exigencia social de adoptar una regla política distinta a veces anteriores para mantener el cerrojo con que frenar su proyecto.
Como asunto político que es, esta última batalla complica la transición por avivar los temores a su control del Congreso con decisiones unilaterales como la reforma judicial. Su inminente aprobación ha generado una inédita protesta del Poder Judicial con un paro indefinido en todo el país y un choque con los organismos cúpula de la patronal; además de la sanción de bancos y calificadoras por considerarla una amenaza para la economía, inversionistas y el T-MEC.
Pero, sobre todo, las implicaciones para el próximo gobierno son comprometedoras, no sólo por la turbulencia en los mercados, sino por la amplitud de frentes que él no va a librar. El más grave con la implementación de la propia reforma y sus detractores, dado que no es lo mismo reformar la justicia que el reemplazo de todo el aparato. El país necesita recuperar el acceso casi vedado por la corrupción y el autoritarismo, pero la desestructuración de un poder sin un modelo, ruta y plazos claros para renovar unos mil 686 cargos de ministros y jueces en todo el país es empujarlo al abismo para doblegarlo en la batalla.
El gobierno subestima el malestar y las protestas, a pesar del riesgo de una reforma sin consenso con el Poder Judicial y los privados, así tenga los votos para sacarla. Los saldos y liquidaciones del último combate recaerán en el próximo, que tendrá que implementar su renovación total sin la certeza de que la elección popular sirva para mejorar el acceso y abatir la impunidad. Y peor aún que tendrá que dar resultados rápido sobre un problema que ninguna reforma ha podido destrabar en décadas.
La perspectiva del desafío, en principio, parecía convencer a Sheinbaum de dar tiempo a la reforma; ahora, de aprobarse, tendrá que colocarla como primerísima prioridad de su agenda de gobierno.