La voluntad final y el último tormento

CECILIA KÜHNE. EL ECONOMISTA

A Juana Inés la enterraron el mismo día de su muerte. Es seguro que no tuvo exequias públicas para honrar a su memoria porque en una epidemia, tanto en el pasado como lo es ahora, los sobrevivientes se apresuraban a sepultar a las víctimas y deshacerse de sus despojos. Las únicas ceremonias que podían celebrarse, en caso de extrema necesidad y según lo dictaba el espíritu de la época, eran actos de expiación y desagravio, por si era necesario solicitar la justicia divina o aplacar la furia por algún pecado que en vida no se hubiera corregido.

A su sepelio, en el coro bajo del templo de San Jerónimo, sólo pudieron asistir sus hermanas, las monjas jerónimas. Para hacerlo, el enterrador localizó el sepulcro más antiguo. Lo abrió, retiró los huesos que se hallaban ahí, los colocó en el osario y dejó listo el hueco donde su cuerpo reposaría y con suerte aguardaría la vida eterna. La muerte de aquella ilustre mujer, la monja, la poetisa, la rebelde, la castigada hija de Dios, corrió pronto como todas las malas noticias. Sin embargo, nadie quería acercarse y todo parecía solitario y callado. Aunque se contara que el Cabildo de la Catedral había querido asistir al funeral y el canónigo Francisco de Aguilar lamentaba mucho no haber realizado las exequias. Dijeron que Carlos de Sigüenza y Góngora, amigo fiel de Juana Inés había escrito una Oración Fúnebre, pero nadie la escuchó ni pudo hallarla. Se supo que al morir Juana Inés tenía más de cien libros. Que había redactado su testamento y no heredó más que lo que un niño Dios, algunos cuadros de concha y un legajo de papeles. Y que las imágenes religiosas que la acompañaban en su celda se las dejó al arzobispo.

Todavía estaba fresco en la memoria el recuerdo del proceso episcopal conducido en secreto y en contra de Juana Inés. En el convento se murmuraba que el haber quedado condenada a “entregar sus bienes y biblioteca al arzobispo”, a “abjurar de sus errores “y a no publicar más le provocaría la muerte. Porque era notorio que su ánimo había cambiado y el fuego de sus ojos, antes llenos de soberbia, apenas era una chispa y toda su rebeldía se había derretido en el silencio. De su puño y letra, sólo aparecían las sumas y restas de los remedios para la epidemia que ella administraba a sus hermanas contagiadas y se iban agotando. Ya ni siquiera presumía cambiar la alquimia de los guisados para devolver la salud a las enfermas.

Horas de trabajo agotador y el contacto con las infectadas debilitaron a Juana Inés desde principios del mes de abril. Todavía nadie sabía curar la plaga y nueve de cada diez enfermas se morían. Ella soportó sin queja alguna hasta que el dolor empezó a apoderarse de su cuerpo, dejándola gélida, casi impávida. Aunque aquel día, de pronto, la fiebre le devolvió el habla y la puso a gritar enloquecida. Rezaba con versos, llamaba a Santa Paula y juraba nunca volver a pedir a Dios en vano. Rogaba que leyeran lo que meses antes, en el Libro de Profesiones del convento, había escrito como última voluntad: “Aquí arriba se ha de anotar el día de muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su Purísima madre, a mis amadas hermanas, las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su madre. Yo, la peor del mundo”:

Finalmente, el sangrado de su nariz la tranquilizó de muerte. Llegaron las cuatro de la mañana y en su celda del convento de San Jerónimo, Juana Inés de la Cruz emprendió el último viaje. Corría el año de 1695 y era 17 de abril. Un día como el de hoy, lector querido.