Los “dueños” de la Constitución

ARTURO ZALDIVAR. MILENIO DIARIO

Hay quienes piensan, por razones políticas o partidistas, que son dueños de la Constitución: que su visión de los derechos y la democracia es la única legítima. Que son poseedores de su sentido “verdadero” y que cualquier lectura que se aparte de la suya no solo es equivocada, sino reprobable.

En tal sentido, pretenden que los jueces constitucionales nos alineemos a su postura y nos conformemos con su criterio. Si votamos en un sentido diferente, entonces nuestra postura es condenable, nuestra integridad como juzgadores resulta cuestionable, y nuestra autonomía dudosa o simplemente inexistente.

Cuando votamos distinto —sin importar nuestras razones— afirman que no hay independencia judicial, solo complacencia y sumisión. De esta forma, al evaluar el trabajo de los jueces el mundo se divide en blanco y negro: quienes se enfilan en “el lado correcto” de la historia, y quienes se equivocan por tener una visión diferente. Hemos degenerado en un constitucionalismo partidista de resultados en lugar de uno técnico o de razones.

Lo cierto es que esta es una forma profundamente equivocada de entender a la Constitución. Su texto no ofrece respuestas “correctas” para todas las preguntas. No se trata, como ellos pretenden, de un catálogo de verdades absolutas.

Por el contrario, nuestra Constitución reconoce que somos una democracia, y en su esencia está la posibilidad de que coexista una pluralidad de perspectivas, opiniones y puntos de vista igualmente valiosos. Por ello, recoge una diversidad de valores como libertad, igualdad, dignidad, desarrollo social, competencia económica, bienestar, entre muchos otros, que no tienen un sentido inequívoco y que no arrojan una respuesta clara para todos los problemas. Si esto fuera así, probablemente no necesitaríamos un tribunal constitucional.

Pero además, debido a las múltiples creencias, religiones, ideologías, necesidades, anhelos y puntos de vista que imperan en nuestra sociedad, los principios de la Constitución con frecuencia entran en conflicto, y en los hechos demandan de una solución equilibrada que no es evidente sin un ejercicio de argumentación.

Por ello, nuestra Constitución previó que la Suprema Corte fuera un órgano colegiado y con una integración plural, en el que las decisiones se deliberan entre pares, en el que el resultado se enriquece con múltiples perspectivas y en el que todos los puntos de vista son respetables, siempre que estén basados en razones públicas, legítimas y persuasivas. Es ahí, en el terreno de los argumentos, que reside nuestra legitimidad.

En tal sentido, es absurdo juzgar nuestra función en blanco y negro: conforme a si votamos en un sentido o el otro, con una mayoría o con la otra, “a favor del gobierno” o “en su contra”, como si se tratara de un partido de futbol. La integridad judicial no descansa en el sentido de los votos o los fallos, sino en las razones que exponemos ante la sociedad; en que las decisiones estén respaldadas con argumentos robustos y con evidencia clara.

Ante todo, nuestra labor no es afirmarnos poseedores de la “verdad” y descalificar cualquier postura distinta a la nuestra, sino construir soluciones justas y bien argumentadas, capaces de convencer incluso a quien ha perdido en un caso.

A lo largo de mis 13 años como ministro siempre he sostenido que un debate intenso, libre y robusto sobre el trabajo de la Corte es fundamental para la democracia. Criticar, reprobar e incluso condenar a las instituciones y personas públicas es un derecho de la mayor importancia, y los jueces no estamos exentos de este control.

Pero es indispensable que el debate suceda en el terreno de los argumentos. No con base en aversiones personales, verdades “absolutas” o posturas “infalibles”, sino de cara a las razones que justifican los votos y los fallos. Solo así la sociedad puede distinguir las decisiones que son debatibles, de las que son arbitrarias.

Seguiré votando con integridad y responsabilidad. Seguiré expresando públicamente las razones de mis votos. Seguiré respaldando mis fallos con argumentos sólidos, basados en evidencia y en congruencia con mis precedentes y mi visión de la justicia.

Ante todo, seguiré abierto a la crítica sobre las razones y los argumentos de mis decisiones. Así se debate en democracia. Así se defienden los derechos. Así se demuestra el compromiso con la Constitución.