Pajaritas volando por “La suave Patria”

(GUILLERMO SHERIDAN. CONFABULARIO. EL UNIVERSAL)

Cuando hace dos años se evocaron cien de la muerte de Ramón López Velarde volví a su obra nutritiva, apremiado por solicitudes de homenaje o recordatorio. El resultado fue una serie de comentarios, casi notas al margen, que sumaron las suficientes para un libro que saldrá pronto con el sello de la UNAM, Universidad en la que soy investigador.

Para mi amigo Eduardo Matos

Ramón López Velarde escribió este poema en 1921, en el cuarto centenario de la caída de Tenochtitlán; entre sus versos que dibujan pasajes épicos de nuestra historia, las aves figuran como símbolos de la devoción mexicana. El autor de este ensayo repasa la interpretación inagotable de esta obra que invita a la relectura

POR aron cien de la muerte de Ramón López Velarde volví a su obra nutritiva, apremiado por solicitudes de homenaje o recordatorio. El resultado fue una serie de comentarios, casi notas al margen, que sumaron las suficientes para un libro que saldrá pronto con el sello de la UNAM, Universidad en la que soy investigador.

Para mi amigo Eduardo Matos

“La suave Patria” es “alacena y pajarera”, dicen dos de los epítetos elegidos por López Velarde. Y en efecto, por sus versos vuelan “pájaros de oficio carpintero”, “garzas en desliz”, loros relampagueantes y unos “palomos colipavos” que a veces se miran y a veces se escuchan en roles más o menos escenográficos. Pero hay también en el poema unas aves particulares muy curiosas.

La primera es la que vibra sobre los campos de maíz en flor, con sus pelos de elote:

Suave Patria: en tu tórrido festín
luces policromías de delfín,
y con tu pelo rubio se desposa
el alma, equilibrista chuparrosa…

Leyendo el precioso clásico de Carl Jung, Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, me topé con este párrafo que habla con ese verso último:

Anima significa alma, y debería designar algo asombroso e inmortal. Y sin embargo no siempre fue así. No debemos olvidar que este tipo de alma es una concepción dogmática cuyo objeto es capturar y fijar con alfileres algo extrañamente vivo y activo. La palabra alemana Seele está emparentada de cerca, por medio de la forma gótica saiwalô, a la palabra griega αἰóλος que significa ‘de veloz movimiento’, ‘cambiante de tono’, ‘titilante’, algo como una mariposa —ψυχή en griego— que revolotea ebriamente de una flor a otra, viviendo de miel y amor.(1)

Jung no anota la principal acepción de ψυχή (que se pronuncia “psiquí”), es decir alma, porque ya lo hizo antes y porque además es obvio. Y bueno, del alma mariposa al alma chuparrosa (o colibrí, o chupamirto, o pájaro mosca, o picaflor) apenas hay una pequeña vibración que López Velarde salva con el debido equilibrio, es decir, con la precariedad misma del colibrí, criatura tan veloz que parece estar y no estar al mismo tiempo, como lo vio Octavio Paz en “La exclamación”, un pequeño poema igual de fugaz:

Quieto
         no en la rama
en el aire
           no en el aire
en el instante
                el colibrí

Ese poemita de Paz dialoga con la “Oda al picaflor”(2) de Neruda, que no habla mucho del alma, pero sí del equilibrio y de la imagen evasiva de la avecita, sombra del aire:

giras
como luz en la luz,
aire en el aire, y entras
volando
en el estuche húmedo
de una flor temblorosa
sin miedo
de que su miel nupcial te decapite

El verso final de Neruda, violento, es peculiar: la idea de la mujer-tumba es habitual en la poesía y, por tanto, en la mitología y las religiones. López Velarde lo sabía al reunir en un insólito sacramento a “mis últimos óleos con mi bautismo”(3), y también cuando percibe “el vértigo equidistante de la cuna y la fosa”(4), cuyo antecedente directo, me parece, es una estrofa de Lamartine:

Cette foi qui m’attend au bord de mon tombeau,
Hélas! il m’en souvient, plana sur mon berceau.(5)

(Esta fe que me espera al borde de la tumba,
y que me recuerda, ¡ay!, desde que se cernía sobre mi cuna)

Entre la cuna y la fosa transitan otras mujeres que son también cuna o fosa y, a veces, ambas a la vez. El modelo mítico es la Diosa doble: el as de la mujer viva cuyo envés es la mujer muerta que, latente en el cuerpo, espera ahí su herencia. Es Perséfone, la mujer péndulo, que está viva y muerta a la vez, un colibrí metafísico. Es la Muerte, madre-amante Muerta, que tanta desdicha trajo a Gérard de Nerval; la Muerte que miró Pavese en los ojos de su amada Constance y la calavera que atisbó López Velarde tras los bellos rostros de Fuensanta y Margarita Quijano, como abrevia Octavio Paz: la Muerte “sólo tiene una forma: es el ángel, la Amada, la Esposa de ultratumba, Fuensanta. Es la Muerta”.(6)

Esta coexistencia de vida y muerte en la mujer deseada/temida propicia que se manifiesten anfibias, es decir, con atributos contradictorios, cuyo carácter se disuelve en el margen impreciso de los opuestos mutuamente necesarios de los copulativos ni ni, ese otro margen anfibio, como en “Todo”, donde López Velarde, al pensar en la mujer

me deja atribulado
su enigma de no ser
ni carne ni pescado

El territorio de ese ni ni es la experiencia o la premonición de lo terrible femenino, la quimérica monstruosidad de Melusina, que, ni carne ni pescado, es la sirena, la salamandra, la anfibia no sólo de agua y carne, sino de vida y muerte, de aire y fuego.(7)

La emperatriz de codorniz

Otra ave aguda en i es la codorniz que aparece en la estrofa final del “Intermedio” dedicado a Cuauhtémoc, cuando el poeta evoca el perfil del “joven abuelo” ya acuñado en moneda

Moneda espiritual en que se fragua
todo lo que sufriste: la piragua
prisionera, al azoro de tus crías,
el sollozar de tus mitologías,
la Malinche, los ídolos a nado,
y por encima, haberte desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como del pecho de una codorniz

Esta escena triste sucede el día de la rendición, cuando el emperador y su corte tratan de huir por la laguna y son alcanzados por los españoles. En la piragua de Cuauhtémoc, hermosamente decorada (dice Bernal Díaz del Castillo) van el emperador, su esposa y sus hijitos aterrados, y cuando los españoles amagan con hundirla, Cuauhtémoc se entrega a cambio de que se proteja a su familia. Ya ante Cortés, dice Bernal, Cuauhtémoc lloró profusamente y le pidió le clavara una daga en el pecho. Cortés optó por la diplomacia, hizo las paces, lamentó la matadera y mandó proteger a la esposa y a los hijitos.

Hay un detalle curioso y dos cuyo significado se me escapa: la alusión a “la Malinche” y “los ídolos a nado”. En el primer caso porque el día de la rendición los aztecas todavía se refieren a Cortés como “el Malinche”, y así lo registran Bernal y otros cronistas. Los “ídolos a nado” se interpreta así: al verse perdidos, Cuauhtémoc y sus nobles arrojaron al agua los ídolos, para impedir que los invasores los destruyeran o humillaran. Otra versión propone que se trataban de unos ídolos que fueron enviados a España para satisfacer ánimos circenses o etnográficos. La estrofa narra una derrota absoluta: en esos ídolos a nado —escribe Paz—“veo toda la catástrofe —agua y fuego— de Tenochtitlan”.(8)

En medio de ese drama épico es que López Velarde pone la escena lírica de Cuauhtémoc separándose de su esposa. La imagen íntima parece ir a contracorriente del tono epopéyico del “Intermedio” y le añade una triste ironía que algo tiene de altivez. El detalle curioso reside en lo que le dice el narrador poeta a Cuauhtémoc (hablándole de tú por conveniencia métrica, que no por igualado):

 y por encima, haberte desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como del pecho de una codorniz

Entiendo que, desde la Iliada por decir lo menos, la muerte del héroe provoca la lamentación funeral de las mujeres, que sube a rango de tragedia cuando se golpean o arañan los pechos violenta y desesperadamente ante el cuerpo del hijo o del esposo: es el gesto de aflicción suprema pues, de nuevo, asocia la tumba con la cálida cuna del deleite lactante o erótico con el ya inútil pecho de la madre o la viuda.

La escena entre el matrimonio Cuauhtémoc es más erótica que heroica. Es una imagen rara, muy escanciada de las turbulencias imaginativas del poeta y, me parece, no desprovista de humor: es imposible no escuchar entre la tragedia, sorprendidos e intrigados, ese verso inaudito que es López Velarde puro. Porque uno entiende lo de desatarse del pecho de la amada, pero esa analogía… ¿como del pecho de una codorniz?

Los hermosos pechos se han comparado con todo: desde lo más común, como la nieve y el marfil y el azúcar, hasta lo más inaudito: del rey Salomón que mira en ellos cabritos retozones a las papayas que apreció Díaz Mirón. La analogía con las aves anda en el rango intermedio. El marqués de Sade, en Las 120 jornadas de Sodoma, celebra que una dama tenga “el pecho lleno, muy redondo, con la blancura y la firmeza del albatros”, lo que significa que era abundante en atributos (como diría un mal novelista), pero el lugar común prefiere siempre a los pichones o a las palomas, aves más decentes, de tamaño adecuado y que suelen ser representadas con pareja, aunque Apollinaire divide a una en “la doble paloma de tu pecho” (9). Pero… ¿codorniz?

Aquí entran los asigunes, porque la emperatriz señora de Cuauhtémoc se llamaba Tecuixpo Ixtlaxochitl (hay muchas variantes). Era hija de Moctezuma, se casó al hilo con tres emperadores aztecas y a la muerte del “joven abuelo”, ya bautizada como Isabel Moctezuma, hizo otro tanto con tres españoles para acabar de encomendera ricachona.(10) Y claro, hubiera sido simpático que Tecuixpo Ixtlaxochitl significara codorniz, pero no es el caso: significa flor blanca o, más elaboradamente, flor o copo de algodón. En todo caso sospecho que al elegir a la codorniz, además de divertirse con la sonora rima, López Velarde buscó mexicanizar a la pájara consabida (aunque norteño y desértico que era, en habla coloquial, quizá López Velarde la habrá llamado cotucha). Y es que quizás también sabía de la existencia de la codorniz de Moctezuma (cyrtonyx montezumae) que se llama así desde que en el XIX un naturalista irlandés le asestó a la gallinácea ese apellido para subrayar su carácter mexicano. En todo caso, es simpático imaginar que López Velarde pudo estar al tanto de ese nombre científico.

Para el “Intermedio”, quizá más que en los cronistas, López Velarde se dejó inspirar por la narración de Manuel Orozco y Berra, que era la famosa, en la que el emperador es siempre “el joven Cuauhtémoc”, o “el joven patricio” (11), como hará el poeta, consciente de que Cuauhtémoc tiene veintiséis años, y la Codorniz dieciséis, cuando ocurre el drama. O quizás leyó Guatemoizín (1846), la popular novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en la que se narra que Cuauhtémoc le dice a su esposa (que ahora se llama Gualcazinla) que todo se ha perdido:

Te asemejas con tu hijo entre tus brazos a una tortolilla cobijando su nido bajo las maternas alas. Pero el esposo de la tortolilla cae herido por la flecha del cazador, y el tuyo, Gualcazinla, está herido también por la mano de la desventura.(12)

Si López Velarde considera a Cuauhtémoc el “único héroe a la altura del arte” es porque hay unanimidad en México y el mundo. Es un héroe patrio, indígena victimado, si bien el poeta advierte que lo admira desde su perspectiva católica y lo canta con el “idioma del blanco” (aunque imantado de nahuatlismos). Parece aceptar el juicio de Orozco y Berra, para quien Cuauhtémoc fue “el primero que alzó la voz y la mano… el primero que identificó su suerte con la de la patria”. En una premonición de los gobiernos posteriores, Cuauhtémoc acometió, según el historiador, “la defensa de la religión, de la patria, de las vidas, honras, hijos y mujeres” y le adjudica virtudes inauditas como ser “republicano” y “patriota” hasta culminar en “indomable caudillo de la libertad nacional” (p. 641). Todo eso se recicla en 1921, cuando López Velarde escribe La suave Patria durante el cuarto centenario de la caída de Tenochtitlán. La estatua de Cuauhtémoc en Paseo de la Reforma, decretada por el nacionalismo del XIX, es la única que tiene garantizada la sobrevivencia en tiempos de purgas estatuarias.

Por último, que Cuauhtémoc se “desate” del “pecho curvo de la emperatriz” es una intrigante metonimia (una parte de la señora, su pecho, es su totalidad). Podría pensarse que en una situación tan dramática, Cuauhtémoc podría haberse fijado más en sus ojos o en sus manos, de no resultar obvio que el pecho es, a su vez, metonimia del corazón. De lo que se desata el rey es del corazón de la reina, pero lo hace por medio de su pecho representativo. Que López Velarde haya elegido el verbo desatar (en vez, digamos, de separar) es relevante: en la imaginación suya, la sincronía cordial entre los enamorados supone que los corazones se unifican en uno solo, se ayuntan en un coito cardiaco y se atan, o se anudan, o se abrochan, como en otro poema, “La ascensión y la asunción”, en el que el corazón de la mujer “invisible y perfecta”, un “corazón de niebla y teología”, está “abrochado a mi rojo corazón”.

El ave sepulta y oculta

En el “Segundo acto” del poema hay otra irrupción de pajaritos, cuando el poeta alaba a la Patria como la madre acogedora que lleva por la tierra hacia el trasmundo:

Tus entrañas no niegan un asilo
para el ave que el párvulo sepulta
en una caja de carretes de hilo,
y nuestra juventud, llorando, oculta
dentro de ti el cadáver hecho poma
de aves que hablan nuestro mismo idioma.

Es una estrofa hermosa pero también recóndita. No es difícil simpatizar con el niño que se inicia en la experiencia de la muerte y los rituales funerarios sepultando ceremoniosamente a un gorrión. Pero esa antesala se enturbia un tanto en el siguiente funeral, el de los tres versos finales, en los que ya no se sepulta, sino que se oculta un cadáver. Ante esta trabucada secuencia final hay quienes piensan que las aves parlantes son los poetas muertos, equivalentes para el joven al gorrión del párvulo: una exégesis funcional. Otros como José Emilio Pacheco piensan que se refiere a Josefa de los Ríos, “vendedora de pájaros” y alondra o paloma ella misma:

Un anhelo nupcial estremece el poema: el deseo de las bodas que su autor no pudo consumar y que sólo se cumplirán cuando su esqueleto se una al “cadáver hecho poma” de Fuensanta, a quien el poeta sepultó cuatro años atrás, en 1917. La estrofa más intensa de “La suave Patria” es aquella en que López Velarde parece hablar de la muerte de Fuensanta y de su propia muerte.(13)

Parece hablar, dice con cautela Pacheco, porque reconoce que la estrofa es abstrusa y que esas aves en plural separan a Fuensanta, única como mujer, aunque pajarera. También habría que pensar en que la “nuestra juventud” a que se refiere López Velarde es sólo la suya, pero disimulada tras el yo mayestático.

Por otro lado, el fuerte contraste entre el cadáver y la viva poma sólo funciona si esta palabra se lee en su acepción de fruto, como en Luis G. Urbina, a quien los vicios le aconsejan:

Roba el placer donde lo halles; gasta
tu juventud fastuosamente; toma
el amor a la vida, que te basta
subir la mano y alcanzar la poma…;(14)

o en Manuel Carpio, que escucha el viento pasar por “los granados de encarnada poma”(15), o en Joaquín Arcadio Pagaza que al pasear por Valle de Bravo mira que

En cada arbusto se vislumbra un nido,
un corimbo de flores, una poma
o un cándido panal de miel henchido.(16)

De ser frutal el sentido de poma, resultaría un exceso enterrar un cadáver que es como una manzana que es como aves que hablan. La metamorfosis de ave en fruto se antoja redundante, una transubstanciación semánticamente improductiva, a menos que se agregue el sema “esperanza” al fruto, lo que sería de hermenéutica excesiva.

Pero la palabra poma tiene otras acepciones, ya no del gusto sino del olfato, como en Gómez de la Serna, que evoca a una virgen “que tiene un seno muy mono que es como una poma de esencia”(17). Y es que poma puede ser un “vaso en que se queman perfumes” o un “pomo para perfumes y cajita en que se lleva”, como dice el diccionario de la Academia, mientras que María Moliner registra que es “una especie de bola que se compone de varios ingredientes, por lo común odoríferos” (de ahí deriva pomada), o también un “frasco de perfume y caja en que se guarda”(18). Tales acepciones, en el López Velarde obsesivo de los aromas (en especial los de Fuensanta) otorgan mayor sentido a la estrofa pues, en casi todo ritual mortuorio, el sahumerio, las flores o la poma se emplean para defender al olor de santidad del cuerpo de la amenaza de la hedionda corrupción. Y, claro, que la poma se guarde en una caja tiene consonancia con la el pequeño ataúd de carretes de hilo del primer momento.

Así pues, me temo que corresponderá a cada lector elegir no el significado (el único, el del poema mismo) sino lo que cree que el significado dice, o parece decir: si alude a los poetas muertos o a la viva Fuensanta. Yo, incapaz de elegir, me quedo con las dos lecturas, aunque me llame más el cuerpo perfumado de la mujer que, llena de aves simultáneas, le canta/habla a su enamorado.

Notas: 1. Traduzco de la hábil versión inglesa, revisada por Jung, de R.F.C Hull, en el volumen 9 de The Collected Works (Bollingen, 1952).
2. En Odas elementales.
3. “El sueño de la inocencia” (en El son del corazón).
4. “Semana mayor”.
5. “XVIIIeme Meditation” (“La foi”), en Premières méditations poétiques, en sus Œuvres complètes, p. 30.
6. En “Ramón López Velarde. El camino de la pasión” (1963), recogido en Cuadrivio.
7. En el canon gnóstico, de Paracelso en adelante, Melusina es uno de los nombres de la salamandra, el dragón o la serpiente que representa la conjunción de los contrarios: animal y humana, animal y mineral (es de mercurio). Cfr. Jung: “Paracelsus as a spiritual phenomenon”, en Alchemical Studies, p. 144.
8. “El camino de la pasión”, p. 191.
9. Verso de “Chevaux de frise”.
10. Cfr, Hugh Thomas, Conquest. Montezuma, Cortés and the Fall of Old Mexico New York, Simon & Schuster, 1993), p. 594.
11. Historia antigua y de la conquista de México (México, Tipografía de Gonzalo Esteva, 1880), cuyo Libro III está dedicado a “Cuauhtémoc-Coanacochtzin”, pp. 495 y ss.
12. Guatimozin. Último emperador de México (Madrid, Imprenta de Espinosa, 1846), p. 151.
13. “En los cincuenta años de La suave Patria”, recogido en Ramón López Velarde: La lumbre inmóvil (México, Ed. Era), p. 20.
14. “El gran crimen” (1899), en Ingenuas. En Poesías completas, edición de Castro Leal (México, Porrúa, 1964), p. 50.
15. “El diluvio”, en sus Poesías (Puebla, La Ilustración, 1891, p. 12)
16. “Otumba”, en Las cien mejores poesías líricas mexicanas de Castro Leal (México, Porrúa, 1971) p, 164.
17. En “Los senos del arte”, Senos.
18. Diccionario de uso del español: “Poma” (p. 729).

FOTO: Retrato de Ramón López Velarde a sus 30 años, en 1918. Crédito de imagen: WikimediaCommons.com