Un monstruo llamado Ayotzinapa

(JORGE FERNÁNDEZ MENÉNDEZ. RAZONES. EXCÉLSIOR)

¿Se puede atacar con absoluta impunidad el que debería ser el lugar más seguro del país?, ¿se puede derribar una puerta de Palacio Nacional con una camioneta sin que nadie oponga resistencia?, ¿no tienen las instituciones de seguridad federales información mínima de las intenciones de un grupo organizado de perpetrar una acción de este tipo, que en absoluto es espontánea?, ¿nadie piensa poner un límite a la violencia, las agresiones y atropellos de estos grupos, como el de la normal de Ayotzinapa?

Lo que está sucediendo con las agresiones cotidianas de estas organizaciones, que tienen un pie en la política, otro en los grupos armados y las manos en el crimen, es que se sienten impunes porque durante años fueron cobijados con el lema del presunto crimen de Estado. El 26 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero, fueron secuestrados y asesinados 43 jóvenes de la normal de Ayotzinapa, pero no fue un crimen de Estado: fue un acto de barbarie, como hemos visto cientos en los años anteriores y posteriores a esos hechos, cometido por grupos criminales que estaban coludidos con fuerzas políticas y policiales locales. La tesis del crimen de Estado fue abonada desde lo que ahora es Morena cuando estaba en la oposición y estos grupos alentados a ejercer todo tipo de violencia, quedando siempre en la más absoluta impunidad.

Lo que ha ocurrido, la consecuencia de esa política, ha sido terrible. Estos grupos tuvieron el respaldo de la Presidencia de la República, del entonces subsecretario Alejandro Encinas y del entonces fiscal especial Omar Gómez Trejo, y se hicieron las investigaciones más manipuladas de la historia, sólo comparables a aquella que realizó Pablo Chapa Bezanilla de los asesinatos de Colosio y de Ruiz Massieu, y el resultado ha sido que todos los sicarios que secuestraron y mataron a los jóvenes estén en libertad, mientras que un grupo de militares, contra los que no hay más pruebas que testimonios indirectos de los mismos sicarios convertidos en testigos protegidos, está en la cárcel. También está detenido, pese a su estado de salud muy delicado, el exprocurador Jesús Murillo Karam, sin una sola prueba en su contra. Son venganzas políticas que tienen como objetivo ocultar lo que es evidente: lo sucedido en Iguala no fue un crimen de Estado, fue una operación criminal llevada a cabo por integrantes del crimen organizado.

Esa cortina de humo ha servido también para ocultar los recursos que reciben los líderes de estos grupos. Desde 2014 hasta ahora se ha mantenido y aumentado el presupuesto para esa escuela normal; los grupos de familiares, asesores y líderes reciben apoyo del gobierno federal y del estatal; nunca se han investigado sus relaciones con el crimen organizado, con el grupo de Los Rojos, ni con los grupos armados, en el entorno del EPR, que allí operan.

Han robado decenas de tráileres para quedarse con las mercancías que colocan en el mercado negro; han tomado infinidad de autobuses (como en aquella noche infausta de 2014), se han quedado con las pertenencias de los pasajeros y en muchas ocasiones los han quemado. En el propio estacionamiento de la normal están los restos de automóviles, autobuses y tráileres robados. Nunca, en un solo caso, ha habido alguien procesado por ello.

Con los grupos de Ayotzinapa, que han sido replicados por muchos otros, han creado un monstruo que ahora no pueden controlar. De poco sirve que ahora, desde la mañanera, se diga que son provocadores manejados por Álvarez Icaza o por quien sea, cuando durante años fueron parte del mismo movimiento ahora en el gobierno, apapachado, impulsado y financiado desde Morena e, incluso, durante años, desde el propio gobierno federal.

El presidente López Obrador quedó atrapado en la encrucijada de Ayotzinapa, pero él mismo construyó esa trampa y se encerró en ella. No sólo se encerró: sectores de su propio movimiento han utilizado el caso para golpeteos internos, para apoyar y descalificar a personajes e instituciones. Mientras el Presidente llena de tareas a los militares, desde ahí se los insulta y agrede, se los pone tras las rejas, mientras se libera a los sicarios. Ésa es la realidad detrás de la violencia que vivimos ayer en Palacio Nacional.

Y debemos volver a preguntarnos: ¿cómo es posible que en el lugar más seguro y vigilado del país se haya podido cometer una agresión de este tipo sin que nadie interviniera para impedirlo?, ¿no querrá alguien cambiar la narrativa que tiene cautiva las mañaneras desde hace semanas o simplemente fueron, una vez más, aprendices de brujo rebasados por las mismas fuerzas que desde allí se echaron a andar?

COMO EN BOSNIA

Muy lejos de Palacio Nacional, en Tumbiscatío, en Michoacán, como en Bosnia y como en muchos territorios que estuvieron o están en guerra, los caminos están sembrados de minas antipersonales. La semana pasada, por una mina y una emboscada en la que se utilizaron drones artillados, murieron cuatro militares y ocho quedaron heridos. Ahora murieron tres jornaleros al pisar una mina sembrada en un camino rural. Los grupos en disputa en la Tierra Caliente michoacana han decidido utilizar armas de guerra contra sus rivales, contra los militares y contra la población: drones artillados, minas antipersonales, fusiles Barrett. El país, dicen, está en paz.